miércoles, 4 de septiembre de 2019

Deseo: Capítulo 9

Pero mayor sorpresa fue la reacción de su cuerpo al verse presa de un súbito e inesperado deseo. No, nada extraño, solo la reacción de cualquier hombre a las curvas femeninas. Quizá se debiera a su sangre italiana que le gustaran más unos senos abundantes y unas pronunciadas caderas que los cuerpos esqueléticos de moda. Pedro se aclaró la garganta antes de preguntar:

–¿Qué prefieres, vino tinto o blanco?

–Gracias, pero no quiero vino –respondió ella–. El alcohol se me sube enseguida a la cabeza.

–¿Sí? –Pedro imaginó a su cocinera después de un par de copas de vino: ojos brillantes, mejillas encendidas y desinhibida. Y se sirvió una copa de Chianti–. Después de bregar con el inaceptable comportamiento de Brenda, una borrachera no me parece mala idea.

–¿No te preocupa acabar solo, sin nadie? Estoy segura de que la mayoría de los playboys acaban aburriéndose de acostarse cada día con una mujer distinta –a Paula, el sentido común le recomendaba no discutir con él, pero aquella noche no podía controlar su vena rebelde; además, estaba enfadada con los hombres en general y con Pedro en particular. Aunque, si era sincera, estaba aún más enfadada consigo misma por sentirse atraída por él.

–A mí todavía no me ha pasado eso –contestó Pedro cansinamente, irritado por considerar un atrevimiento por parte de Paula hacer semejante comentario respecto a su estilo de vida.

Desde luego, no estaba dispuesto a admitir que últimamente se sentía hastiado.

–¿Qué propones tú como alternativa a las relaciones libres y sin compromiso? –preguntó él, la pregunta dirigida en parte a sí mismo.  El matrimonio no era para él, lo había probado una vez y no iba a repetir la experiencia. Pero debía haber algo más que un sinfín de aventuras amorosas con mujeres que fuera de la cama no le interesaban en absoluto–. Dejé de creer en «contigo para toda la vida» más o menos al mismo tiempo que dejé de llevar pantalones cortos.

–¿Por qué eres tan cínico? Aunque supongo que es por tu trabajo –murmuró Paula–. Sin embargo, no todos los matrimonios acaban en los juzgados. Mis padres llevan cuarenta años felizmente casados.

–Me alegro por ellos –dijo él burlonamente–. Desgraciadamente, yo no me crié en el seno de una familia estable. Mis padres se separaron cuando yo era muy pequeño y se pasaron toda mi infancia peleándose por mí. Y no porque me quisieran, sino porque los dos querían ganar a toda costa, como fuera.

Paula percibió el tono de amargura en las palabras de Pedro, y se sintió culpable por haber sacado ese tema de conversación.

–Debiste pasarlo mal –observó Paula con voz queda, tratando de imaginar la infancia de Pedro, manipulado por sus progenitores.

Ella, por el contrario, había tenido una infancia feliz y siempre había soñado con tener hijos y ofrecerles el mismo ambiente de cariño y seguridad que sus hermanos y ella habían disfrutado. Guardaron silencio y continuaron comiendo. Pedro le felicitó por la cena, pero ella había perdido el apetito y se limitó a juguetear con la comida que tenía en el plato.

–Me sorprende que no estés casada –dijo él de repente–. Das la impresión de ser la clase de mujer a la que le gusta estar casada y tener un par de hijos. Sin embargo, tienes... ¿Cuántos, veintitantos años? Y aún soltera.

–Veintiocho. No soy una anciana –respondió ella con voz tensa.

Pedro había tocado un punto débil; sobre todo, al mencionar niños. No se percató de que él se había fijado en la fuerza con la que estaba agarrando el cuchillo y el tenedor. Tras un prolongado silencio, Paula se dió  cuenta de que Pedro estaba esperando a que continuara la conversación.

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