viernes, 16 de agosto de 2019

Te Quiero: Capítulo 37

—No creo que te guste, pero soy el director ejecutivo de la empresa que compró Campbell Downs.

—¿Qué?

—Has oído bien. Y a eso me refería cuando te dije que era mi trabajo saber de esas cosas. No compramos únicamente las tierras.

Paula no encontraba qué decir, simplemente se quedó mirándolo atónita.

—Sabía que no te gustaría.

—Estoy sorprendida —confesó—. ¿Trabajas para ellos o eres uno de los socios?

—Es mi empresa. Soy el principal accionista.

—No me extraña que no estuvieras de acuerdo conmigo sobre… —dijo ella sin aliento—. ¿Cuánto hace que lo sabes? —añadió.

Él sostuvo la mirada de ella.

—He ido recordando cosas poco a poco, pero esto me vino inmediatamente después de que se mencionara la avioneta.

—¿Y no me lo dijiste? ¿Cómo pudiste? —quiso saber, con una expresión de dolor en los ojos.

—Había… —el hombre hizo una pausa—… una razón para ello.

—Me imagino —replicó ella enfadada—. Era mejor que yo pensara que eras simplemente el hijo de un herrero, ¿Verdad? —Lo miró con amargura—. ¿Por si acaso yo pudiera sentirme demasiado atraída por tus millones?

—No es eso, Paula. Yo soy hijo de un herrero que se casó con una profesora. Mi padre murió, mi madre sigue viva. Aunque mi padre no tuvo estudios se convirtió, con la ayuda de mi madre, en una persona inteligente y astuta y entre los dos hicieron algún dinero con bienes raíces. Luego mi madre heredó una pequeña propiedad y consiguieron hacer una pequeña fortuna. Desde entonces fueron bastante bien.

—¿Por qué no he oído nunca hablar de tí?

—Porque hemos llegado hace poco, pero debes haber oído hablar de Pascoe Lyall. Es el nombre de la compañía que compró Campbell.

Paula cruzó las piernas y se colocó la falda. Al otro lado de la valla la hierba no había sido cortada. La brisa mecía suavemente el trigo y el olor dulzón de las copas de los gomeros en flor llenaba el aire. Pero lo observaba todo automáticamente, sin encontrar en ello consuelo.

—Sí, he oído hablar de Pascoe Lyall —admitió.

—De hecho pensaba ofrecerte que utilizaras Campell Downs, si hubiera seguido lloviendo.

—¡Qué amable! ¿Tengo que pedirte de rodillas que me cuentes por qué no me dijiste eso tan pronto como lo recordaste, Pedro?

Él arqueó una ceja.

—Tú parecías tener suficientes razones para… dudar de mí. Así que cuando oí tus opiniones sobre las compañías grandes e impersonales, pensé que me lo callaría por el momento. Esa fue una de las razones.

—¡Cobarde! —exclamó dolida—. ¿Y por qué me lo dices ahora?

Él miró hacia otra parte y ella creyó ver un momento de indecisión en sus ojos.

—Paula, creo que no debería de imponerte mi presencia por más tiempo y, además, he de volver a mi trabajo. Hay un par de cosas que tengo que solucionar… —el hombre agarró algunas ramitas y las masticó—. Pero me gustaría que esto no fuera una despedida.

—¡Están aquí!

Era la voz de Juan que llegaba con aire cansado.

—Los he estado buscando por todo el rancho. Pedro, Sergio ha tenido una idea fantástica. En vez de intentar cargar tu avioneta en un camión, va a arrastrarla sujetándola atrás con cadenas. Iremos con cuidado. ¿Qué te parece?

—Puede que funcione —contestó Pedro pensativo.

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