miércoles, 7 de agosto de 2019

Te Quiero: Capítulo 18

—Vamos, señorita Chaves —dijo con firmeza Pedro Alfonso.

Una hora después habían remendado el viejo tejado de hierro con cemento y gateaban sobre él para revisar la instalación eléctrica.

—Todo parece estar bien —dijo Pedro, agitando la antorcha.

—Eso parece —respondió Paula—. ¿Qué es esto? —se sacudió una telaraña de la cara.

—¿No te gustan las arañas?

—Me gustan lo mismo que a ti las tormentas. Bueno, creo que hemos hecho lo que hemos podido. ¿Bajamos?

Descendieron por la escalera y entraron en la cocina. Ella se echó a reír al ver que Pedro estaba completamente empapado. Claro, que ella estaba igual.

—Parecemos un par de ratas ahogadas. E imagino que Vanina no te dió más ropa… Sí, me dio un pijama, otros vaqueros y otra camisa.

—Entonces, creo que deberías ir a cambiarte. Date un baño caliente también. Sólo faltaba que te constiparas ahora.

—¿Que te parece si nos secamos y cambiamos los dos y luego nos reunimos aquí para tomar un chocolate caliente?

Paula pareció sorprendida con la propuesta y abrió la boca para negarse, pero luego se lo pensó mejor.

—De acuerdo.

Ella se dio una ducha rápida, en vez de bañarse y volvió a la cocina en pijama y con un albornoz por encima, secándose el pelo con una toalla de mano. Pedro ya estaba allí en pijama y cubierto con la bata de su tío. Había puesto una cacerola y el chocolate ya estaba hirviendo.

—¡Qué rápido eres! —comentó ella.

—Sé trabajar rápido cuando hace falta.

—¿Me dejas que eche un vistazo a tus puntos? Será un milagro si no te los has mojado ni te ha saltado ninguno con todo el jaleo de esta noche. Hmmm —dijo ella algo después—. Los bordes se han enrojecido algo. Te pondré un poco de antiséptico y una nueva venda, aunque tendremos que vigilar cómo evolucionan.

Él se quedó observándola mientras ella guardaba los utensilios de nuevo en el botiquín. Nunca había conocido una mujer tan capaz, ágil y atlética, que supiera subir escaleras y arrastrarse por los tejados mojados del modo en que ella lo había hecho esa noche.

—¿Y tú estás segura de que no te has hecho daño? —comentó él.

—No creo. Bueno, salvo que me he raspado un poco dos nudillos —dijo, poniendo las manos encima de la mesa—. Aunque mis manos nunca han sido nada del otro mundo. Lo cierto, pensó él, era que sus manos no terminaban en uñas largas y pintadas, como las de otras mujeres que él conocía. De pronto, recordó algo.

—¿No son un escándalo? —preguntó ella, riéndose entre dientes, al haberse dado cuenta de que él parecía estar pensando en algo.

—Uh… no. No estaba pensando en eso.

—¿Y en qué estabas pensando?

—Estaba pensando en que la forma de tus manos es bonita y en que es buena idea que tengas cortas las uñas, dado tu modo de vida. Son manos fuertes, de una mujer trabajadora.

—Mentiroso. ¿Vas a terminar de hacer el chocolate o lo tendré que hacer yo?

Él se quedó en silencio unos momentos con una mirada burlona y enigmática en sus ojos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario