viernes, 9 de agosto de 2019

Te Quiero: Capítulo 25

—Eres el sueño de cualquier ama de casa —respondió con cierta acritud—. No me extraña que estés tan seguro de que serías un buen marido.

—¿Dije yo eso?

—¿No te acuerdas? —replicó ella, mirándolo confundida.

Él esbozó una sonrisa traviesa.

—Sí, pero no lo dije desde ese punto de vista.

—No —admitió ella—. Dijiste que era porque te gustan mucho las mujeres y sus pequeñas manías no te ponen nervioso.

—Veo que tendré que tener cuidado con lo que digo —murmuró Pedro—. Tienes una memoria fotográfica, Paula.

—Nadie podría decir eso de tí. Y ahora, veamos tu herida.

Él se sentó. Ella le quitó la venda y observó con alivio que el color rojizo que había alrededor de los puntos había desaparecido casi por completo.

—Tiene buen aspecto —murmuró, al tiempo que colocaba una venda limpia—. ¿Cómo sigue el chichón?

Él se tocó detrás de la cabeza.

—Bajando poco a poco, gracias.

—Y los cortes en la cara también están cicatrizando —continuó ella, agarrando el rostro entre las manos para estudiarlo concienzudamente.

Sus miradas se encontraron y ella pudo ver la risa a punto de estallar en el azul profundo de sus ojos. Paula se ruborizó e intentó ponerse seria.

—Bien, te dejo a tí la decisión de montar o no a caballo.

—Me encantaría salir a dar una vuelta —aseguró—. Y creo que me apetece hacer un poco de ejercicio.

—Vamos entonces. Te prestaré un sombrero.

Una hora después estaban de camino. Paula montaba un caballo inquieto; Pedro, una yegua negra con manchas blancas en las patas, y ojos inteligentes y plácidos. Marchaban despacio y en silencio. Ella iba comprobando todo el tiempo el estado del campo. El sol brillaba, aunque se veían grandes nubes en el horizonte. Hacía calor y de la tierra, en aquellos sitios en los que no había agua, parecía salir fuego.  Paula se colocó su sombrero de ala ancha y notó una gota de sudor que le bajaba por la frente. La tela de la camisa se le empezaba a pegar al cuerpo. Miró de reojo a Pedro un par de veces, pero él montaba sobre la yegua negra con la confianza de alguien que ha nacido entre caballos. Y no sólo eso, la yegua parecía también tranquila y respondía favorablemente al roce suave de las cinchas en su boca. De hecho, sus ojos estaban perdiendo su expresión inteligente, mientras alzaba las orejas y su paso se aligeraba alegremente. De repente soltó una risita.

—¿De qué te ríes? —quiso saber Pedro, poniéndose a su lado.

—De tí —contestó ella, todavía con una sonrisa en los labios—. De tí. De que hayas salido de la casa y de que ni siquiera sudes. Has conseguido que se me pase el mal humor.

—Me alegro, pero ¿Por qué lo dices?

—Tengo el presentimiento de que eres dinamita para el sexo femenino, sea humano o equino. Por la expresión de su cara, Bonnie —la muchacha señaló a la yegua—, no había disfrutado tanto en años.

—En ese caso, ¿Crees que podríamos ir un poco más deprisa?

—Está bien, un galope suave será agradable —admitió la muchacha, golpeando a su caballo.


Atravesaron varias praderas. Tuvieron que detenerse una vez para ayudar a un ternero que estaba atascado. Paula lo ató con una cuerda que llevaba en la silla y tiraron de él para sacarlo del lodo. Permaneció sobre el caballo y Pedro empujó al ternero por detrás, manchándose de barro en el proceso. Después fueron al establo donde Pedro había sido hallado.

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