lunes, 22 de octubre de 2018

Polos Opuestos: Capítulo 48

Se apartó y la miró.

 —Soy un idiota. Estás helada.

—No, no pares. Estoy bien. Te… —«deseo», estuvo a punto de decir. Lo deseaba en aquel mismo momento.

En la nieve. Helándose el trasero. Y lo habría hecho, salvo por una cosa. Pedro tenía razón. Estaba temblando de frío. Se puso en pie y la ayudó a levantarse. Después la llevó a la furgoneta y la metió dentro.

—Voy a llevarte a casa.

Cuando Pedro entró en el estacionamiento de su edificio, a Paula le castañeteaban los dientes y apenas podía hablar.

—La maldita calefacción de esta furgoneta no funciona. Entra y quítate la ropa mojada —ordenó él.

—Va-vaya. Tú sí que sa-sabes cómo ha-hablarle a u-una chica.

—En serio, Paula. Ve a darte una ducha caliente. Yo me encargo del árbol.

—Pe-pero…

—Ahora —ordenó Pedro—. No pienso discutir esto contigo.

Paula se estremeció violentamente y asintió. Salió de la furgoneta y, aunque no sentía los pies, consiguió mover las piernas y subir las escaleras. Dejó la puerta abierta para que él pudiera meter el árbol antes de marcharse. En cuanto llegó al baño se quitó la ropa y se metió en la ducha. En cuanto desapareció el ardor, fue sustituido por otro tipo de calor. El deseo hacia Pedro. Cerró el grifo, salió de la ducha y se secó. Tras quitarse el gorro de ducha, se cepilló el pelo, se puso una sudadera gris y unos pantalones a juego. Pensaba que el deseo por él era producto del bosque. Esperaba que fuese una aberración del exterior. Se equivocaba. Incluso en su propio territorio seguía deseándolo. Pero le había dicho abiertamente que un encuentro íntimo debía significar algo. Y dado su historial emocional, no estaba segura de que para él pudiera significar algo. Pedro no iba a tener nada serio tras su declaración pública y su posterior humillación. Era culpa suya que Pedro hubiera descargado el árbol y se hubiera ido a su casa. Era una idea deprimente. El día había sido muy divertido. Tenía su primer árbol de Navidad real. Después ella le había tirado una bola de nieve y los dos habían acabado en el suelo, mojados y congelados. Ahora su leñador particular no estaba allí para compartir con ella una bebida caliente, y eso le entristecía profundamente. Hasta que salió del cuarto de baño.

Pedro estaba en su salón, de cuclillas frente a la chimenea, avivando el fuego que había encendido.

—Hola —dijo ella—. Sigues aquí.

 Él miró por encima del hombro y se puso en pie.

—Quería asegurarme de que estuvieras bien.

—Estoy bien. Ya he entrado en calor —caminó hacia la chimenea y acercó las manos al fuego—. Esto es maravilloso. Gracias.

—Un placer.

—¿Dónde está el árbol?

—Le he dado con la manguera para quitar las agujas sueltas. Y los bichos.

—¿Perdona?

—Ya sabes. Criaturas del bosque. Cosas que deberían estar fuera.

—La urbanita que hay en mí te estará agradecida eternamente.

—No hay de qué. Ahora el árbol tendrá que secarse fuera.

 —Claro. Es una regla básica, pero soy una novata en esto. En serio, Pedro, gracias —le puso una mano en el brazo y advirtió que su ropa aún estaba mojada.

Tenía los vaqueros empapados. Él también había rodado por la nieve y probablemente se hubiera mojado aún más al lavar el árbol.

—Tienes que quitarte esa ropa antes de pillar un resfriado.

—Estoy bien. Creo que me iré a casa…

—Te dejaría marchar, pero está demasiado lejos. Y tienes razón. La calefacción de la furgoneta no funciona. Ya estás helado y no quiero que te pongas enfermo. Mi conciencia no me lo perdonaría. No acepto un «no» por respuesta. Dúchate. Te llevaré una toalla limpia. Y una manta para que te envuelvas mientras tu ropa se seca en la secadora. Podrás irte en breve.

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