lunes, 22 de octubre de 2018

Polos Opuestos: Capítulo 47

Le llevó un tiempo encontrar uno sin fallos aparentes que cumpliera los parámetros de limitación espacial de Pedro. Pero tras caminar un rato, él divisó el pino perfecto. Cuando ella le dio luz verde, empezó a talarlo. Tras varios golpes con el hacha, gritó:

—¡Árbol va!

Paula se colocó tras él y lo vió caer. Con el serrucho, Pedro cortó los últimos trozos de corteza y liberó el árbol. Después agarró el tronco y lo arrastró por la nieve hacia donde había aparcado. Tras guardar las herramientas, se lo subió al hombro y lo colocó en la parte trasera de la furgoneta.

—Y la dama ya tiene un árbol —dijo él, y se dió la vuelta para asegurar la puerta trasera.

—El mejor del mundo —convino ella.

Antes de llegar a la carretera, Paula se fijó en la nieve y luego en la espalda de Pedro. El impulso surgió de la nada, pero no podía dejar pasar un blanco tan tentador. Se agachó, agarró un puñado de nieve, lo moldeó y se lo tiró.

Le dió justo en el cuello, por encima del cuello de la camisa, y se le metió por dentro.

—¡Diana! —gritó ella.

Pedro se dió la vuelta y en sus ojos podía verse un brillo de desafío.

—Eso ha sido muy rastrero.

—Ha sido el diablo el que me ha obligado a hacerlo.

Con una elegancia atlética, Pedro esquivó una segunda bola y dijo:

—Esto es la guerra.

Paula esperaba que se agachase a por una bola de nieve, y su plan era correr hasta meterse en la furgoneta antes de que pudiera contraatacar. Era una buena idea, pero Pedro la sorprendió. En vez de agacharse, fue hacia ella y la agarró por la cintura. Era demasiado rápido y fuerte para escapar, y una parte de ella no deseaba escapar. Entonces, él resbaló en la nieve y los dos cayeron al suelo. Pedro logró girar el cuerpo para que ella cayera sobre él, pero después rodó y se colocó encima. Su cara estaba a pocos centímetros de la de ella, y los dos se reían. Pero de pronto, él dejó de reírse y la miró intensamente.  Paula sintió el frío cuando la humedad le caló los vaqueros y la chaqueta, pero no le importaba. Lo único en lo que podía pensar era en acercarse más a él.

—Oh, Dios, Paula—susurró él sin dejar de mirarla a la cara—. Eres preciosa.

Ella le acarició la mejilla.

—Pedro, si no me besas ahora, voy a…

Entonces la besó y ella le rodeó el cuello con los brazos y hundió los dedos en su pelo. La pegó a él todo lo que le permitían los abrigos, pero no era suficiente. Colocó la rodilla entre sus piernas y ella deslizó el tacón de la bota por la parte trasera de su muslo, asombrada de que aquel contacto pudiera resultar tan erótico incluso con la ropa puesta. Sus labios se tocaban y devoraban, pero empezaba a tener frío en el resto del cuerpo. Tenía los vaqueros empapados e intentó controlar un escalofrío porque sabía que entonces Pedro se apartaría, y quería que aquello durase para siempre. Pero no podía contener los temblores y él lo sabía.

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