viernes, 12 de octubre de 2018

Polos Opuestos: Capítulo 35

Pedro siguió el trayecto de su mirada.

—Carolina y yo lo hemos cortado antes.

—Pedro, deberías esperar a que ella tenga tiempo de hacer esto contigo.

—No te preocupes. Le mencioné que ibas a venir a ayudar y se sintió agradecida. Si la esperaba, no íbamos a hacerlo hasta Navidad. Así que dame tu abrigo y quédate un rato.

Paula le entregó sus cosas. Cuando Pedro desapareció con ellas, se acercó a la chimenea a calentarse. Sobre la chimenea había fotos enmarcadas. En una aparecía una hermosa morena flanqueada por dos niñas y un niño. La mujer debía de ser la madre de Pedro, que murió demasiado joven. No podía imaginarse lo duro que habría sido para sus hijos.

—¿Quieres un café? ¿Chocolate? ¿Vino caliente?

 Paula se dió la vuelta y lo miró.

—No creo que tengas vino caliente.

—¿Quieres apostar?

 —Ni hablar —ya había hecho demasiadas apuestas recientemente. Aunque empezaba a darse cuenta de que no era el reto lo que le había hecho dejar de tenercitas. En el fondo sabía que era el momento de tomarse un descanso—. Tomaré un vino.

—¿Con un palito de canela? —preguntó él.

—No creo que tengas… —al ver la expresión de su cara se calló—. Sí, por favor.

Lo siguió hasta la cocina y advirtió que tenía un bonito trasero. ¿Y qué? Si él podía mirarle el suyo cuando llevaba puesto el disfraz de elfo, ella podía hacer lo mismo. Los traseros masculinos no eran todos iguales, y ella había hecho un estudio al respecto. Los vaqueros gastados de Pedro, que dejaban ver la forma de su billetera, realzaban sus estupendas posaderas. Se detuvo junto al fuego, donde había una olla humeante. Sirvió el vino en dos tazas, metió un palito de canela en cada una y le entregó una a Paula.

—Huele bien —dijo ella, y se quedó mirando la olla—. Eres ingeniero, ¿Verdad? No un científico loco.

—Sí. ¿Por qué? —Pedro se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos.

—¿Qué lleva esto? He visto naranjas.

Pedro agarró su taza y sopló antes de beber.

—Está bueno. Confía en mí.

Ella bebió también.

—Tienes razón. Está bueno. Lo mejor para calentarse en una fría noche invernal decorando la casa. Cosa que deberíamos empezar a hacer. ¿Con qué quieres empezar?

—Lo más pesado es…

—El árbol —dijeron al unísono.

—Tengo que sacar los adornos de las cajas —le dijo Pedro.

Paula dió varios tragos más al vino y después dejó la taza en la mesa del café, junto a la de Pedro. Ambas eran idénticas, pero la suya tenía pintalabios en el borde. Él apartó la primera caja de la pila y la dejó en el suelo, después se arrodilló junto a ella y abrió las solapas. Paula se arrodilló junto a él y miró dentro. Había diversos paquetes de adornos verdes, rojos, dorados, plateados y blancos de todos los tamaños. Debajo había cajitas con los nombres de Pedro y Carolina.

Pedro vió su cara y se explicó.

—Cada Navidad mi madre nos compraba a cada uno un adorno especial. Decía que algún día nos marcharíamos de casa y probablemente no tendríamos mucho dinero. Los adornos eran un comienzo para nuestros propios árboles y nuestras propias vidas. Raíces y alas —levantó una pequeña furgoneta con un abeto en la parte trasera—. Me regaló esto el año en que cumplí quince y estaba empeñado en tener un árbol. Ninguno de nosotros pensábamos que ella sería la primera en marcharse, que no estaría aquí para vernos crecer y tener nuestro propio árbol.

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