miércoles, 3 de octubre de 2018

Polos Opuestos: Capítulo 19

Paula no podía creerse que acabara de conocer a Matías Gunther. Era uno de sus cantantes favoritos e iba a ayudarlo con el concierto de Navidad. Esos chicos eran asombrosos, pensó mientras miraba a los cinco adolescentes que había conocido. Se habían ofrecido a ayudar sin dudarlo. La ilusión que sentía extendiéndose por su cuerpo era una prueba más de que había tomado la decisión correcta al mudarse a Thunder Canyon, aunque su vida amorosa no tuviese tanto éxito como había esperado. Se quedó hombro con hombro con Pedro mientras Matías tocaba la guitarra y los chicos cantaban. Su esencia masculina avivaba las llamas de sus sentimientos convirtiéndolos en otra cosa. Algo fuera de su alcance. Era hora de salir de allí. Le tocó el brazo y señaló con el pulgar hacia la puerta.

—Tengo que irme. He de trabajar más antes de irme a casa. No bromeaba con lo de las tarjetas de felicitación del alcalde.

—Te acompaño. ¿Qué? —preguntó al ver su mirada de incredulidad—. Yo tampoco estaba bromeando con lo de ayudarte. Además, ahí fuera está oscuro.

—Oh, por favor. Estamos en Thunder Canyon. El ayuntamiento está a un par de manzanas. ¿Qué podría ocurrirme?

—Esas famosas últimas palabras —dijo él en broma—. Justo antes de que el asesino en serie atrape a la heroína despreocupada en la calle.

—¿Así qué me acosa un lunático homicida y por eso tienes que acompañarme? —preguntó ella, y negó con la cabeza—. Puedes hacerlo mejor que eso.

Pedro lo pensó por un momento.

—No, no puedo. Y no necesito una excusa. No pienso dejar que vayas sola, así que supéralo.

—Pero tienes aquí a los chicos.

Pedro miró al grupo que rodeaba a Matías.

—Tienen a un cantante famoso. ¿Crees qué les va a importar? No se darían cuenta de mi presencia ni aunque estuviera sangrando o en llamas. Dame un segundo.

Paula le vió hablar con el cantante, que sonrió y asintió.

—¿Ya se han cansado de mí, chicos? —preguntó Matías.

Cuando los chicos respondieron «nunca» y «ni hablar», Tomás se llevó dos dedos a la boca y silbó con fuerza. Pedro miró a Paula y su expresión era una mezcla de «te lo dije» y «ahora te toca irte conmigo ». Paula se habría quejado si se tratara de David French. Se estremeció y Pedro se dió cuenta.

—¿Tienes frío? —preguntó—. Puedo llevarte en coche a la oficina.

—Estoy bien. Hace una noche agradable.

Una noche para abrazarse, acurrucarse y compartir el calor corporal si… A veces odiaba verdaderamente el «si».

Pedro agarró su cazadora y se reunió con Paula junto a la puerta. Le sujetó el abrigo y lo sostuvo en el aire mientras ella se lo ponía. Aquel gesto caballeroso provocó un sinfín de escalofríos y, cuando le colocó las manos en los hombros y apretó suavemente, ella deseó suspirar y cerrar los ojos. Pero tenía que mantenerlos abiertos y libres de estrellas.

—¿Preparada? —preguntó él.

—Por supuesto —contestó ella, aunque fuese mentira.

Cuando salieron a la calle, los acordes de la canción Rockin’ Around the Christmas Tree inundaban la sala tras ellos, y fueron volviéndose lejanos cuando tomaron la calle principal. Pedro la rodeó para asegurarse de caminar por el lado exterior de la acera de madera, el más cercano a la carretera. Paula se abrochó la cazadora para protegerse del frío, porque no iba a haber abrazos ni arrumacos. Después se metió las manos en los bolsillos y agarró las manoplas que estaban guardadas allí. Si rozaba el brazo de Pedro, sería tentador entrelazar los dedos con los suyos, y resultaba increíble que se sintiera tan cómoda con un hombre al que conocía desde hacía tan poco tiempo. Caminaron por la calle principal sin tocarse, pero, cuando llegaron a la calle Nugget, Pedro le colocó la palma de la mano en la espalda para cruzar la calle.  Paula habría jurado que aquel contacto atravesó todas sus capas de ropa. «Di algo», pensó ella. «Rompe el hechizo».

—Me gusta que el pueblo haya mantenido el sabor del Oeste —mejor un comentario estúpido que un silencio incómodo—. La cubierta sobre la acera de madera me da ganas de jugar al pistolero y a la maestra del pueblo.

Pedro se rió y el frío convirtió su aliento en una nube.

—Estaría encantado de hacer el papel de pistolero.

Ella no mordió el anzuelo.

 —En serio, ¿No puedes imaginarte cómo era este lugar hace más de cien años?

Los carros de un lado a otro. El sonido del cuero en las sillas de montar. La gente a caballo.

—Las heces de los animales en la calle.

—No tienes un alma romántica, Pedro—dijo ella, aunque estaba bastante segura de que era más bien al contrario.

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