viernes, 18 de mayo de 2018

No Estás Sola: Capítulo 9

El gemido que se le escapó fue mitad de pasión y mitad de desesperación. ¿Por qué tenía que volver precisamente cuando ella estaba reconduciendo ya su vida? No lo culpaba por lo del bebé, puesto que el médico le había dicho que el sistema decontracepción había fallado durante un acceso de gripe, así que no era culpa de nadie. Pero de lo que sí lo culpaba era de haber huido a Estados Unidos sin tan siquiera mirar atrás.

En aquel momento, cuando él se marchó, ella no estaba preparada para hablarle del embarazo, pero lo habría hecho si él le hubiera dado un poco más de tiempo. Quería darle la noticia de un modo en el que quedase claro que él no le debía nada. Sabiendo lo poco que le gustaban los lazos familiares, una consecuencia de la niñez que le había tocado vivir, no quería imponerle absolutamente nada. Sin apenas recuperarse de la gripe, había podido disimular lo mal que se encontraba en las primeras semanas del embarazo, durante las que había sido incapaz de enfrentarse a sus propios sentimientos, y mucho menos a los de Pedro.

Cuando por fin estuvo preparada, él se había marchado sin dejar ni siquiera una dirección. Podría haberse puesto en contacto con él a través del periódico, pero era un mensaje que no quería que cayese en manos equivocadas, así que no lo hizo. Todo eso no evitó que en aquel momento su cuerpo respondiera como por encanto. Después de tanto tiempo, sus caricias pusieron patas arriba sus sentidos. Cada centímetro de su piel se sentía viva de un modo que la asustaba. Tenía razón: el celibato no tenía nada que ofrecer, comparado con cómo él la hacía sentirse.

Cuando Pedro le desabrochó la chaqueta y deslizó sus manos dentro, el corazón se le paró, y cuando sintió el calor de una palma sobre uno de sus pechos, las rodillas le temblaron y se acercó más a él. También estaba excitado, descubrió, y darse cuenta de con qué rapidez le había hecho desearla ahogó sus sentidos. ¿Cómo podía haber olvidado cómo era estar juntos? Pero no era cierto que lo hubiera olvidado. Había aceptado su invitación sabiendo lo que iba a ocurrir. Deseándolo. Mientras se besaban, él acariciaba sus pezones, sumergiéndola en una espiral de deseo que solo podía terminar de un modo.

—Pedro... —suspiró—, hace tanto tiempo.

—Demasiado —contestó él con la voz quebrada—. Quiero hacerte el amor. Con aquello bastó para romper el hechizo.

—No, Pedro.

Puso una mano sobre su pecho, no con la fuerza suficiente como para apartarlo, pero sí para que entendiese lo que quería decir. Pedro conocía perfectamente hasta el último rincón de su cuerpo, y si notaba los cambios, podría hacer preguntas. Preguntas que ella no estaba ni mucho menos preparada para contestar. Descubrió que deseaba decir que sí mucho más de lo que hubiera deseado cualquier cosa desde mucho tiempo atrás. El placer de hacer el amor con él era un paraíso con el que había soñado durante todo el tiempo que habían estado separados. Pero era un placer que no iba a satisfacer aquella noche. Ni aquella noche, ni nunca, si es que tenía el más mínimo sentido común. Suspiró frustrada. ¿Cuándo había mostrado ella algún sentido común en lo referido a Pedro?, se preguntó mientras se abrochaba la chaqueta y retrocedía apenas unos centímetros, pero los suficientes para sentir que un enorme vacío se abría entre ellos.

—¿Es que voy demasiado deprisa para tí? —preguntó él, y su voz reflejaba tanta angustia como la de ella.

—No, es que... Ya no sé qué siento sobre... nosotros.

Su expresión se volvió fría.

—Si no recuerdo mal, nunca lo has sabido.

La acusación le devolvió el valor.

—No fui yo quien se marchó, ni quien se buscó a otra.

La luz iluminó de pronto sus facciones. Había olvidado la fuerza de su atractivo. Su pelo era negro y denso, y se le rizaba un poco en las puntas. Enfadado como estaba, sus ojos parecían el mar en una tormenta, pero el toque de oro que había en su centro le recordó cómo podían brillar en otras ocasiones, por ejemplo antes de hacer el amor. Cerró los ojos para bloquear el recuerdo. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a contemplar ese brillo, si es que llegaba esa ocasión.

—¿De eso se trata? —preguntó él, furioso—. Tú puedes deshacerte de mí, pero yo no puedo encontrar consuelo en otra mujer. ¿Qué se suponía que podía hacer? ¿Esperar a que decidieras que merecía la pena hacer algún que otro sacrificio por mí? ¿O esperabas que volviese con el rabo entre las piernas, incapaz de existir sin tí?

—No quería nada de tí que tú no estuvieras dispuesto a dar libremente, y sigo pensando así. Hiciste lo correcto buscando otra mujer. Siento que no te durara.

—Pues he vuelto —contestó él, sorprendiéndola—. Intenté olvidarlo todo y seguir adelante, pero no funcionó. No puedes darle a una persona lo que ya le has dado a otra, y Micaela lo presintió. He decidido volver para saber si tú sientes lo mismo.

«Di que sí, y termina con todo esto», se animó. Pero lo único que dijo fue un lánguido:

—No lo sé.

—¿No sabes si sientes algo por mí?

Parecía tan amargado que ella tuvo ganas de echarse a llorar, pero se mantuvo firme. Cuando murió su hijo, vertió ya todas las lágrimas del mundo por él, por ella y por su padre. Había creído que ya no le quedaban más, pero descubrió que los ojos se le empañaban. Aun así, no quiso llorar delante de él.

—No podemos volver a empezar donde lo dejamos —dijo con una sinceridad que él seguramente no podía comprender. Había mucho debajo de aquellas palabras.

—¿Podemos volver a empezar, sin más?

—No.

No pretendía ser tan brusca, pero tenía que sobrevivir, y si decía una sola palabra más, se derrumbaría y terminaría por admitir que lo suyo podía volver a funcionar. Y ese era un lujo que no se podía permitir. ¿Cómo decirle que había concebido un hijo suyo y que después lo había perdido? ¿Cómo reaccionaría él al saber que había sido excluido de algo que tenía todo el derecho a saber? A ella le costaba trabajo justificarlo incluso a aquellas alturas. Debería haber encontrado un modo de decírselo, fueran las circunstancias las que fuesen. Ya era demasiado tarde. ¿Creería que el hijo era suyo? Había echado la culpa de su negativa a acompañarlo a la existencia de otro hombre...

Solo podía hacer una cosa. Necesitó todo el valor del mundo para recoger el bolso y apoyar la palma de la mano en su mejilla como homenaje silencioso a lo que habría podido ser.

—Adiós, Pedro—dijo, y se obligó a marcharse.

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