—¿Cómo es posible? Si lo conociste cuando te rescató...
—Lo sé. Supongo que estaba tan aturdida por la alegría de que me salvara, que no pensé en todos los riesgos que asumió para sacarme de allí. Y, de alguna forma, había olvidado por completo que hace esas cosas todo el tiempo, que aquello no fue un simple arrebato heroico.
—Y, ahora, ¿qué es lo que vas a hacer al respecto?
La mirada de Paula vagó en la dirección por la que se habían ido los hombres.
—Ojalá lo supiera —admitió cándidamente, y luego se encogió de hombros—. Pero tampoco tiene mucha importancia. Pedro y yo solo somos amigos.
Nadia la observó detenidamente, y luego se echó a reír.
—Oh, vamos —dijo—. Escúchanos. Somos de risa. Yo espero que mi ex marido se convierta de pronto en un oficinista, y tú crees que no hay nada entre Pedro y tú.
—No lo hay —insistió Paula.
Nadia le dió unos golpecitos en la mano.
—Tú puedes decir lo que quieras. Pero he visto el modo en que te mira.
—¿Cómo?
Una sonrisa se extendió por la cara de Nadia.
—Como tú lo miras a él: como una adolescente enamorada.
La velada no transcurrió como Pedro había imaginado. Incluso después de que llegaran al club donde habían decidido ir a beber unas copas después de la cena, Paula y Nadia no se separaron ni un momento y se reían como un par de colegialas de bromas que al parecer no tenían ganas de compartir. A Sergio no parecía importarle, pero a él lo sacaba de quicio. ¿De qué demonios tendrían que hablar? Acababan de conocerse. Finalmente, decidió que ya era suficiente. Se levantó y puso la mano bajo el codo de Paula. Cuando ella se volvió, sorprendida, para mirarlo, dijo:
—¿Bailas?
—Pero yo no...
—Sí que puedes —respondió él, ejerciendo una ligera presión para animarla a levantarse. Miró maliciosamente a Sergio y luego a Nadia—. Estoy seguro que ellos también querrán bailar.
Paula asintió.
—Claro —sonrió a Nadia, que miraba enfurruñada a su marido.
Antes de que Paula pudiera decir nada, Pedro la arrastró hacia la pista de baile. La música era lenta. Por eso había elegido ese momento para bailar. Así podría abrazarla y enseñarle el ritmo de la canción con el movimiento de su cuerpo.Por un instante, ella se tensó contra él, pero luego se relajó lentamente.
—¿Qué canción es? —preguntó, mirándolo a los ojos.
Pedro le dijo el título de la vieja melodía, y la cara de Paula se iluminó. Él oyó que empezaba a tararearla de memoria. Encontró el ritmo ella sola, sin su ayuda, y luego volvió a mirarlo, con expresión de placer.
—Te lo dije —dijo él.
—¿Qué?
—Que podrías bailar.
—Porque me acuerdo de la canción —dijo ella, y luego añadió, melancólica—. Solía tocarla al violín.
—¿No has vuelto a tocar desde que perdiste el oído?
Ella pareció sorprendida por la pregunta.
—Claro que no.
—¿Por qué no? Todavía sabes leer música, ¿Verdad?
— Sí, pero... —su expresión cambió. Las lágrimas afloraron a sus ojos—. No puedo hacerlo. Sería demasiado frustrante no poder oír la música, ni saber si cometo un error.
Pedro comprendió cuánto le dolía no poder tocar.
—Algunos considerarían eso una ventaja —dijo—. Estoy seguro de que a Joaquín le en cantaría dejarte su violín, y Sonia consideraría una bendición que te lo quedaras.
—No —dijo ella enérgicamente—. Nunca.
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