viernes, 4 de mayo de 2018

Mi Salvador: Capítulo 51

—¿Cómo es posible? Si lo conociste cuando te rescató...

—Lo sé. Supongo que estaba tan aturdida por la alegría de que me salvara, que no pensé en todos los riesgos que asumió para sacarme de allí. Y, de alguna forma, había olvidado por completo que hace esas cosas todo el tiempo, que aquello no fue un simple arrebato heroico.

—Y, ahora, ¿qué es lo que vas a hacer al respecto?

La mirada de Paula vagó en la dirección por la que se habían ido los hombres.

—Ojalá lo supiera —admitió cándidamente, y luego se encogió de hombros—. Pero tampoco tiene mucha importancia. Pedro y yo solo somos amigos.

Nadia la observó detenidamente, y luego se echó a reír.

—Oh, vamos —dijo—. Escúchanos. Somos de risa. Yo espero que mi ex marido se convierta de pronto en un oficinista, y tú crees que no hay nada entre Pedro y tú.

—No lo hay —insistió Paula.

Nadia le dió unos golpecitos en la mano.

—Tú puedes decir lo que quieras. Pero he visto el modo en que te mira.

—¿Cómo?

Una sonrisa se extendió por la cara de Nadia.

—Como tú lo miras a él: como una adolescente enamorada.

La  velada  no  transcurrió  como  Pedro había  imaginado.  Incluso  después  de  que  llegaran al club donde habían decidido ir a beber unas copas después de la cena, Paula y Nadia no se separaron ni un momento y se reían como un par de colegialas de bromas que  al  parecer  no  tenían  ganas  de  compartir.  A  Sergio no  parecía  importarle,  pero  a  él lo  sacaba  de  quicio.  ¿De  qué  demonios  tendrían  que  hablar?  Acababan  de  conocerse. Finalmente, decidió que ya era suficiente. Se levantó y puso la mano bajo el codo de Paula. Cuando ella se volvió, sorprendida, para mirarlo, dijo:

—¿Bailas?

—Pero yo no...

—Sí  que  puedes  —respondió  él,  ejerciendo  una  ligera  presión  para  animarla  a  levantarse.  Miró  maliciosamente  a  Sergio y  luego  a  Nadia—.  Estoy  seguro  que  ellos  también querrán bailar.

Paula asintió.

—Claro —sonrió a Nadia, que miraba enfurruñada a su marido.

Antes  de  que  Paula pudiera  decir  nada,  Pedro la  arrastró  hacia  la  pista  de  baile.  La música era lenta. Por eso había elegido ese momento para bailar. Así podría abrazarla y enseñarle el ritmo de la canción con el movimiento de su cuerpo.Por un instante, ella se tensó contra él, pero luego se relajó lentamente.

—¿Qué canción es? —preguntó, mirándolo a los ojos.

Pedro le dijo el título de la vieja melodía, y la cara de Paula se iluminó. Él oyó que empezaba  a  tararearla  de  memoria.  Encontró  el  ritmo  ella  sola,  sin  su  ayuda,  y  luego  volvió a mirarlo, con expresión de placer.

—Te lo dije —dijo él.

—¿Qué?                                                   

—Que podrías bailar.                               

 —Porque me acuerdo de la canción —dijo ella, y luego añadió, melancólica—. Solía tocarla al violín.

—¿No has vuelto a tocar desde que perdiste el oído?

Ella pareció sorprendida por la pregunta.

—Claro que no.

—¿Por qué no? Todavía sabes leer música, ¿Verdad?

— Sí, pero... —su expresión cambió. Las lágrimas afloraron a sus ojos—. No puedo hacerlo.  Sería  demasiado  frustrante  no  poder  oír  la  música,  ni  saber  si  cometo  un  error.

Pedro comprendió cuánto le dolía no poder tocar.

—Algunos considerarían eso una ventaja —dijo—. Estoy seguro de que a Joaquín le en  cantaría dejarte su violín, y Sonia consideraría una bendición que te lo quedaras.

—No —dijo ella enérgicamente—. Nunca.

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