Además, y ahí estaba el verdadero problema, él no dudaba en poner su vida en peligro. Paula se estremecía cada vez que pensaba en su forma de ganarse el pan. Ellaquería un hombre que estuviera en casa cada noche y cuyo mayor riesgo fuera atravesar la autopista de camino al trabajo. La vida ya era suficientemente imprevisible sin necesidad de asumir riesgos añadidos. Ella lo sabía mejor que nadie. Como si quisiera confirmar sus temores, Pedro se incorporó de repente y levantó el auricular del teléfono.
Paula miró el reloj. Estaban en plena noche. Una llamada telefónica a las dos de la madrugada no podía ser nada bueno. Se crispó, observando la cara de Pedro en busca de claves sobre lo que le decían desde el otro lado de la línea.
—Estaré allí —dijo él a su interlocutor, lanzándole una mirada de disculpa a Paula.
—¿Qué pasa? —preguntó ella cuando colgó.
—Ha habido un terremoto en El Salvador. Ocurrió hace, una hora. El epicentro está a pocos kilómetros de San Salvador. Es muy grave, Pau. Tenemos que ir.
Ella tragó saliva, intentando reprimir el deseo de decirle que se quedara. Aquel era su trabajo. Pedro no tenía alternativa. Ella lo sabía, pero aquel desastre había sucedido en el peor momento. Se sintió abandonada cuando él la soltó y empezó a prepararse, rápida y metódicamente. Su mente parecía seguir un esquema mental establecido hacía mucho tiempo.Se acurrucó en la cama, con la sábana hasta la barbilla, y lo miró transformarse de amante en bombero de salvamento en un abrir y cerrar de ojos. Sus movimientos enérgicos y su expresión ceñuda difuminaron cualquier rastro de la ternura que Paula había experimentado en sus brazos unos instantes antes.Estuvo duchado y listo en cuestión de minutos. Se paró junto a la cama.
—Lo siento. Si tuviera elección, me quedaría contigo.
—Lo entiendo —le aseguró ella.
Y era cierto, lo entendía. Pero eso no evitó que se le hiciera un nudo de miedo en el estómago, ni que su corazón latiera desmayadamente, ni que en su cabeza se formaran imágenes de Pedro herido y ensangrentado.
—¿Estarás bien? —preguntó él—. Quiero decir, respecto a todo esto —señaló hacia la maraña de sábanas, todavía tibias por el frenesí del amor.
—Hablaremos de eso cuando vuelvas — dijo ella—. Sé que tienes que irte. Ten mucho cuidado.
—Lo tendré —dijo él, y rozó sus labios con un beso fugaz y distraído.
Ya tenía la cabeza en otra parte. Paula lo notó, y le dolió en lo más hondo saber que la había abandonado antes incluso de salir de la habitación.Él se detuvo en la puerta.
—Te llamaré en cuanto pueda.
—¿Cómo? —le preguntó ella con frustración al darse cuenta de que Pedro no podía simplemente descolgar un teléfono y llamarla como si se tratara de cualquier otra mujer.
—No te preocupes —dijo él suavemente, percibiendo su ansiedad—. Todo depende de que puedan usarse las líneas telefónicas, pero ya se me ocurrirá algo. Llamaré a la clínica y le pediré a alguien que te dé un mensaje, o les diré a Sonia y a mi madre que vengan.
Ella asintió, aliviada al saber que no tendría que pasarse días o incluso semanas enteras sin saber qué estaba pasando y si estaba a salvo.
—Gracias...
Cuando Pedro abrió la puerta, Paula vió que Apolo estaba allí, preparado y alerta, como si hubiera sentido que a él también lo llamaba el deber.Se derrumbó en cuanto los dos desaparecieron. Saltó de la cama, se puso una camisa de Pedro para rodearse de su olor y, luego, se fue al cuarto de estar y miró por la ventana mientras el coche se alejaba. Se quedó mirándolo hasta que los faros se perdieron en la oscuridad.
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