lunes, 7 de mayo de 2018

Mi Salvador: Capítulo 60

—Si creyera, aunque fuera un solo segundo, que podría pasar el resto de mi vida sin volver a pensar en Sergio, me mudaría a otra ciudad, encontraría a algún simpático y aburrido contable y fundaría una familia. Pero, por desgracia, es el hombre al que quiero, el hombre al que siempre querré. Podría casarme con otro y mudarme a Alaska y  creo  que,  aun  así,  seguiría  sintiendo  pánico  cada  vez  que  hubiera  una  catástrofe  natural —se encogió de hombros—. Así que, también podría casarme con él e intentar que  pasáramos  juntos  todo  el  tiempo  que  nos  conceda  Dios  —su  cara  se  iluminó—. Llegará  un  día  en  que  se  hará  demasiado  viejo  para  seguir  con  este  trabajo.  Se  quedará  en  casa,  quietecito,  y  yo  empezaré  a  añorar  los  buenos  tiempos,  cuando  recorría medio mundo, siempre en peligro.

Paula intentó   imaginarse   ese   día,   pero   no   pudo.   Pedro llevaba   fuera   dos   interminables  semanas,  durante  las  cuales  ella  no  había  podido  acostumbrarse  ni  remotamente a su ausencia, ni había conseguido entender sus motivos con el más leve atisbo de ecuanimidad. Era la experiencia más frustrante de su vida. Y era también la prueba que necesitaba de que él no le convenía. De ninguna forma sería capaz de vivir con semejante incertidumbre. Pero  cuando  el  sábado  por  la  mañana  llegó  a  casa  después  de  pasarse  por  el  mercado  y  vió  el  coche  de  Pedro estacionado en  frente  del  garaje,  le  dió  un  vuelco  el  corazón.  Luego,  la  puerta  se  abrió  y  él  salió  al  patio.  Ella echó  a  correr  y  se  lanzó  a  sus brazos. El  alivio  y  el  deseo  sustituyeron  a  la  tensión  y  el  cansancio.  Pedro la  besó  con  ansia  e  impaciencia,  mientras  la  acariciaba  para  reconfortarla.  En  el  ardor  de  su  encuentro, Paula olvidó todas sus prevenciones.Solo horas después se acordó de la comida que había comprado. Riendo, recogió los comestibles congelados arruinados por el sol, el pan recocido por el calor y la leche estropeada.  Le  pareció  un  precio  muy  pequeño  a  cambio  de  tenerlo de  vuelta  y  compartir su cama.

—Jimena va a instalarme el equipo telefónico para que no me quede incomunicada la próxima  vez  que  te  vayas  —le  dijo  mientras  calentaba  las  sobras  de  la  comida  que  Sonia le había llevado la noche anterior.

—Estaba pensando precisamente en eso —dijo Pedro, con expresión pensativa.

—¿Y se te ocurre alguna idea?

—Podríamos comprar un par de ordenadores y chatear en la red. Eso funcionaría. O,  al  menos,  podríamos  mandarnos  correos  electrónicos.  Solo  sé  que  tenemos  que  hacer  algo  —dijo  él,  con  la  mirada  clavada  en  ella  y  las  manos  en  su  cintura—.  Estas  han  sido  las  dos  semanas  más  frustrantes  que  he  pasado  en  el  trabajo.  Me  estaba  volviendo loco por no poder hablar contigo directamente.

A Paula la consoló saber que se había sentido tan frustrado como ella.Pero,  esa  noche,  mientras  descansaba  junto  a  él,  la  sensación  de  alivio  que  la  había invadido al tenerlo de vuelta, sano y salvo, dejó paso a una aguda conciencia de que siempre habría una próxima vez, y luego otra y otra. El miedo volvió a apoderarse de ella, robándole la poca serenidad que había conseguido reunir. El domingo se sentía más tranquila. Pasó la mayor parte del día inventando tareas que  la  mantuvieran  alejada  de  la  casa,  para  poder  pensar  a  solas.  Resultaba  irónico.   Estar  sola  la  había  sacado  de  quicio  durante  las  dos  semanas  anteriores,  pero  de  pronto buscaba la soledad. Esa noche Pedro fue a buscarla.

—¿Qué pasa, Pau? Llevas todo el día evitándome.

—Necesitaba pensar.

—¿En qué?

Ella  le  devolvió  la  mirada,  sintiéndose  triste  y  confundida,  pero  sabiendo  lo  que  tenía que hacer.

—En nosotros —admitió por fin—. Esto no funciona, Pedro. No puede funcionar.

Él la miró con la boca abierta por el asombro.

—¿Qué estás diciendo exactamente, que quieres que lo dejemos?

—Sí. Creo que será mejor que me vaya.

La expresión de Pedro se volvió estoica.

—¿Te importa que te pregunte por qué?

—Es por tu trabajo —admitió ella—. Durante las dos últimas semanas he estado casi enferma de preocupación. No creo que pudiera pasar el resto de mi vida sentada aquí, esperando, mientras tú te juegas la vida.

—¿El resto de tu vida? —preguntó él, mirándola con incredulidad—. Solo ha sido una  vez.  Tú  y  yo  acabamos  de  empezar.  No  sabemos  qué  va  a  pasar  entre  nosotros  dentro de una semana. ¿No crees que es un poco pronto para empezar a preocuparse por el resto de nuestras vidas?

La insinuación de que estaba yendo demasiado lejos, la dejó desconcertada.

—Yo solo sé lo que siento —dijo, a la defensiva—. ¿Por qué ocultarlo?

El semblante de Pedro se ensombreció.

—Esto  es  obra  de  Nadia,  ¿Verdad?  Ha  pasado  mucho  tiempo  aquí  mientras  yo  estaba fuera, llenándote la cabeza de tonterías sobre los peligros de mi trabajo.

—No son tonterías —dijo Paula—. Y no culpes a Nadia. Ya me sentía así antes de que te fueras. Tu marcha solo cristalizó lo que sentía. Tú eres el tipo de hombre que necesita  vivir  al  límite.  No  te  culpo  por  haber  tomado  ese  camino.  Lo  que  haces  es  importante e increíblemente valiente. Solo digo que yo no puedo soportarlo.

—¿Y  has  llegado  a  esa  conclusión  después  de  una  sola  misión?  Te  asustas  fácilmente, ¿No?

Paula notó la creciente irritación de su expresión y el destello de rabia que crecía en sus ojos, pero no se le ocurrió ninguna forma de hacerle comprender.

—He pasado por un desastre hace muy poco tiempo —empezó a decir.

—Y has sobrevivido gracias a mí —señaló él.

—Sí, gracias a tí —dijo ella tranquilamente—. Por eso admiro lo que haces. Y te respeto por ello. Agradezco que haya hombres como tú, dispuestos a arriesgarse, pero nadie  sabe  mejor  que  yo  lo  terrible  que  es  ese  riesgo.  En  cuanto saliste  por esa  puerta,   volví   a   sentirme bajo aquellos escombros,  atrapada  en  la   oscuridad,  aterrorizada  porque  pensaba  que  iba  a  morir.  Sé  que  con  el  tiempo  el  recuerdo  de  aquello  se  difuminará,  ¿Pero  cómo,  si  vuelvo  a  revivirlo  cada  vez  que  te  vayas  a  un  rescate?

La  ira  de  Pedro se  aplacó  visiblemente  al  escuchar  aquellas  palabras.  La  atrajo  hacia sí, con expresión abatida.

—Lo siento. Cuando te pones así, me haces sentir muy mal. Odio decirlo, pero así es.

Ella alzó la mirada.

—Tengo que mudarme —dijo—. No veo otra opción.

Él suspiró, pero no dijo nada más. Cuando la soltó, Paula vió solamente tristeza y arrepentimiento en sus ojos.

—Si esperas hasta mañana por la noche, te ayudaré a buscar un piso —se ofreció él.

  —No  hace  falta  —dijo  Paula,  segura  de  que  le  resultaría  insoportable  tener  su  presencia indeleblemente unida a cualquier casa o apartamento que alquilara.

—Déjame hacer eso por tí, al menos —insistió.

Paula asintió  por  fin  de  mala  gana,  porque  era  evidente  que  aquello  significaba  mucho  para  él.  Solo  tenía  que  seguir  recordándose  que,  cuando  por  fin  tuviera  su  propio apartamento, tendría el resto de su vida para llorar su separación. Pero ¿Cuánto tiempo  pasaría  antes  de  que  supiera  si  merecía  la  pena  perder  toda  una  vida  junto  al  hombre al que empezaba a querer sólo para mantener la serenidad cotidiana?

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