—Si creyera, aunque fuera un solo segundo, que podría pasar el resto de mi vida sin volver a pensar en Sergio, me mudaría a otra ciudad, encontraría a algún simpático y aburrido contable y fundaría una familia. Pero, por desgracia, es el hombre al que quiero, el hombre al que siempre querré. Podría casarme con otro y mudarme a Alaska y creo que, aun así, seguiría sintiendo pánico cada vez que hubiera una catástrofe natural —se encogió de hombros—. Así que, también podría casarme con él e intentar que pasáramos juntos todo el tiempo que nos conceda Dios —su cara se iluminó—. Llegará un día en que se hará demasiado viejo para seguir con este trabajo. Se quedará en casa, quietecito, y yo empezaré a añorar los buenos tiempos, cuando recorría medio mundo, siempre en peligro.
Paula intentó imaginarse ese día, pero no pudo. Pedro llevaba fuera dos interminables semanas, durante las cuales ella no había podido acostumbrarse ni remotamente a su ausencia, ni había conseguido entender sus motivos con el más leve atisbo de ecuanimidad. Era la experiencia más frustrante de su vida. Y era también la prueba que necesitaba de que él no le convenía. De ninguna forma sería capaz de vivir con semejante incertidumbre. Pero cuando el sábado por la mañana llegó a casa después de pasarse por el mercado y vió el coche de Pedro estacionado en frente del garaje, le dió un vuelco el corazón. Luego, la puerta se abrió y él salió al patio. Ella echó a correr y se lanzó a sus brazos. El alivio y el deseo sustituyeron a la tensión y el cansancio. Pedro la besó con ansia e impaciencia, mientras la acariciaba para reconfortarla. En el ardor de su encuentro, Paula olvidó todas sus prevenciones.Solo horas después se acordó de la comida que había comprado. Riendo, recogió los comestibles congelados arruinados por el sol, el pan recocido por el calor y la leche estropeada. Le pareció un precio muy pequeño a cambio de tenerlo de vuelta y compartir su cama.
—Jimena va a instalarme el equipo telefónico para que no me quede incomunicada la próxima vez que te vayas —le dijo mientras calentaba las sobras de la comida que Sonia le había llevado la noche anterior.
—Estaba pensando precisamente en eso —dijo Pedro, con expresión pensativa.
—¿Y se te ocurre alguna idea?
—Podríamos comprar un par de ordenadores y chatear en la red. Eso funcionaría. O, al menos, podríamos mandarnos correos electrónicos. Solo sé que tenemos que hacer algo —dijo él, con la mirada clavada en ella y las manos en su cintura—. Estas han sido las dos semanas más frustrantes que he pasado en el trabajo. Me estaba volviendo loco por no poder hablar contigo directamente.
A Paula la consoló saber que se había sentido tan frustrado como ella.Pero, esa noche, mientras descansaba junto a él, la sensación de alivio que la había invadido al tenerlo de vuelta, sano y salvo, dejó paso a una aguda conciencia de que siempre habría una próxima vez, y luego otra y otra. El miedo volvió a apoderarse de ella, robándole la poca serenidad que había conseguido reunir. El domingo se sentía más tranquila. Pasó la mayor parte del día inventando tareas que la mantuvieran alejada de la casa, para poder pensar a solas. Resultaba irónico. Estar sola la había sacado de quicio durante las dos semanas anteriores, pero de pronto buscaba la soledad. Esa noche Pedro fue a buscarla.
—¿Qué pasa, Pau? Llevas todo el día evitándome.
—Necesitaba pensar.
—¿En qué?
Ella le devolvió la mirada, sintiéndose triste y confundida, pero sabiendo lo que tenía que hacer.
—En nosotros —admitió por fin—. Esto no funciona, Pedro. No puede funcionar.
Él la miró con la boca abierta por el asombro.
—¿Qué estás diciendo exactamente, que quieres que lo dejemos?
—Sí. Creo que será mejor que me vaya.
La expresión de Pedro se volvió estoica.
—¿Te importa que te pregunte por qué?
—Es por tu trabajo —admitió ella—. Durante las dos últimas semanas he estado casi enferma de preocupación. No creo que pudiera pasar el resto de mi vida sentada aquí, esperando, mientras tú te juegas la vida.
—¿El resto de tu vida? —preguntó él, mirándola con incredulidad—. Solo ha sido una vez. Tú y yo acabamos de empezar. No sabemos qué va a pasar entre nosotros dentro de una semana. ¿No crees que es un poco pronto para empezar a preocuparse por el resto de nuestras vidas?
La insinuación de que estaba yendo demasiado lejos, la dejó desconcertada.
—Yo solo sé lo que siento —dijo, a la defensiva—. ¿Por qué ocultarlo?
El semblante de Pedro se ensombreció.
—Esto es obra de Nadia, ¿Verdad? Ha pasado mucho tiempo aquí mientras yo estaba fuera, llenándote la cabeza de tonterías sobre los peligros de mi trabajo.
—No son tonterías —dijo Paula—. Y no culpes a Nadia. Ya me sentía así antes de que te fueras. Tu marcha solo cristalizó lo que sentía. Tú eres el tipo de hombre que necesita vivir al límite. No te culpo por haber tomado ese camino. Lo que haces es importante e increíblemente valiente. Solo digo que yo no puedo soportarlo.
—¿Y has llegado a esa conclusión después de una sola misión? Te asustas fácilmente, ¿No?
Paula notó la creciente irritación de su expresión y el destello de rabia que crecía en sus ojos, pero no se le ocurrió ninguna forma de hacerle comprender.
—He pasado por un desastre hace muy poco tiempo —empezó a decir.
—Y has sobrevivido gracias a mí —señaló él.
—Sí, gracias a tí —dijo ella tranquilamente—. Por eso admiro lo que haces. Y te respeto por ello. Agradezco que haya hombres como tú, dispuestos a arriesgarse, pero nadie sabe mejor que yo lo terrible que es ese riesgo. En cuanto saliste por esa puerta, volví a sentirme bajo aquellos escombros, atrapada en la oscuridad, aterrorizada porque pensaba que iba a morir. Sé que con el tiempo el recuerdo de aquello se difuminará, ¿Pero cómo, si vuelvo a revivirlo cada vez que te vayas a un rescate?
La ira de Pedro se aplacó visiblemente al escuchar aquellas palabras. La atrajo hacia sí, con expresión abatida.
—Lo siento. Cuando te pones así, me haces sentir muy mal. Odio decirlo, pero así es.
Ella alzó la mirada.
—Tengo que mudarme —dijo—. No veo otra opción.
Él suspiró, pero no dijo nada más. Cuando la soltó, Paula vió solamente tristeza y arrepentimiento en sus ojos.
—Si esperas hasta mañana por la noche, te ayudaré a buscar un piso —se ofreció él.
—No hace falta —dijo Paula, segura de que le resultaría insoportable tener su presencia indeleblemente unida a cualquier casa o apartamento que alquilara.
—Déjame hacer eso por tí, al menos —insistió.
Paula asintió por fin de mala gana, porque era evidente que aquello significaba mucho para él. Solo tenía que seguir recordándose que, cuando por fin tuviera su propio apartamento, tendría el resto de su vida para llorar su separación. Pero ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que supiera si merecía la pena perder toda una vida junto al hombre al que empezaba a querer sólo para mantener la serenidad cotidiana?
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