Juana se puso fuera de sí cuando supo lo que Paula pretendía hacer. Pedro debía de habérselo contado todo, pues apareció en la clínica a la hora de la comida, con un brillo de determinación en la mirada y una cesta de picnic repleta de los platos favoritos de Paula.
—¿A qué has venido? —preguntó esta, sorprendida.
—A meterte un poco de sentido común en esa cabezota.
—¿Por qué te pones de parte de Pedro sin siquiera haberme escuchado?
—Yo siempre estoy de tu parte, por eso he venido. Dudo, sin embargo, que puedas decir nada que me convenza de que no estás desperdiciando una verdadera oportunidad de ser feliz —Juana buscó en la cesta y sacó una tartera con ensalada de pasta—. Vamos, cómete esto.
Bajo la mirada atenta de su amiga, Paula tomó un tenedor y empezó a comer.
—Está muy bueno. Gracias.
—Ahora, prueba esto —dijo Juana, dándole un trozo de tarta de chocolate recién hecha—. He traído más para tus compañeros.
—Te lo agradecerán eternamente. Tus tartas son famosas aquí.
—Me alegro de oírlo —dijo Juana, aunque mantuvo su expresión de ceñuda determinación.
Paula se tomó su tiempo para saborear el delicioso pastel salpicado de pedacitos de chocolate y avellanas, porque tenía la sensación de que, en cuanto Juana se diera por satisfecha con lo que había comido, se lanzaría a darle un sermón. Así era ella. Se figuraba que la gente se comportaba con más sensatez si tenía el estómago lleno.Y, en efecto, en cuanto se tragó el último bocado, Juana dijo:
—Ahora, hablemos de esa locura tuya de irte de casa de Pedro.
Paula se puso tensa.
—Diciéndome que estoy loca no vas a convencerme de nada.
—Yo solo digo lo que pienso —respondió Juana, con las manos en las caderas.
Paula esbozó una sonrisa, a pesar de su resolución de no dejarse ablandar por nada que pudiera decir su antigua vecina.
—Mira, sé que ha sido Pedro quien te ha llamado. ¿Te ha dicho, por casualidad, por qué quiero irme de su casa?
—Sí, claro. Incluso dijo que lo entendía.
—Entonces no hay ningún problema, ¿No crees?
—Pero bueno, yo no entiendo nada —exclamó juana—. Los he visto juntos. Si hay dos personas que se complementen, esos son ustedes. Si tu madre estuviese aquí, te diría lo mismo. Como no está, supongo que me toca a mí decírtelo.
—La verdad es que mi madre no tiene nada que decir respecto a esto. Ni siquiera sabe que mi compañero de casa es un hombre.Jane la miró con incredulidad.
—¿Cómo es posible? ¿Es que no hablan? ¿Nunca ha contestado Pedro al teléfono?
—Ella prefiere las cartas —admitió Paula, crispada.
—¿Por qué? ¿Es que no quiere instalar ese equipo telefónico para no tener que recordar que eres sorda?
—Algo así.
Juana murmuró algo. Paula se imaginó lo que era, aunque no había podido leer sus labios. Dudaba de que fuera un cumplido. Trató de evitar la discusión.
—Juana...
—Basta de hablar de tu madre. Me guardaré mi opinión para mí —dijo, interrumpiéndola—. Ahora, deja que te diga algo, Pau. Yo estuve casada treinta años. Tú no conociste a mi marido, pero se parecía mucho a Pedro. Tenía sentido del honor y de la responsabilidad con los demás. Nos conocimos cuando éramos unos críos, antes de que yo tuviera ni idea de que iba a convertirse en policía. Estaba muy orgullosa de él el día que se graduó en la academia, pero no hubo ni un solo día después de aquel en que no temiera que no volviera a casa —miró directamente a los ojos de Paula y añadió—. Ni un solo día.
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