Paula no había podido concentrarse en todo el día. Tenía la inquietante sensación de que algo terrible había sucedido. Se decía a sí misma que aquello era ridículo, pero no podía deshacerse de aquella sensación. Sintió un golpecito en la mano y vio los ojos llenos de lágrimas de Valentina Foley. La niña todavía seguía luchando por dominar el lenguaje de los signos, y la lección de esa tarde había sido frustrante para ambas. Los intentos de Paula de involucrar a sus padres habían fracasado lamentablemente. Los Foley también se habían negado a que su hija mayor recibiera clases para poder ayudar a Valentina.
—¿He hecho algo malo? —dijo la niña con signos y expresión abatida.
—Oh, cielo —murmuró Paula, y luego añadió con signos—. No has hecho nada malo. Tú eres muy especial.
Valentina movió las manos dubitativamente, y luego las dejó caer, buscando otra forma de expresar sus sentimientos. Por sus mejillas rodaban las lágrimas. Aun sin palabras, Paula la comprendió.
—Cariño, uno de estos días vas a aprender todas las palabras que necesitas. Te lo prometo.
—Mis amigos —empezó a decir Valentina, y luego se paró, luchando visiblemente por continuar.
—¿Qué pasa con tus amigos? —la animó Paula.
—No juegan conmigo —dijo la niña por medio de signos con un ligero suspiro, y luego se lanzó sobre el regazo de Paula, buscando consuelo.
Conmovida por el sufrimiento de la pequeña, Paula se preguntó si sus padres tendrían idea de lo que le estaban haciendo. Si el aislamiento del repentino silencio le había resultado sobrecogedor a ella, que tenía diecinueve años cuando se quedó sorda, ¿Cómo sería para una niña que había perdido el oído cuando apenas había aprendido a hablar y cuyo vocabulario era limitado? Alzó la vista y vió al padre de Valentina de pie en el umbral, con expresión angustiada.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Está bien?
—Dice que sus amigos no quieren jugar con ella —le dijo Paula—. Seguramente es porque no saben cómo hablarle.
—Dios mío —musitó él, y luego tocó a Valentina en el hombro y le tendió los brazos. Su hija se precipitó hacia él y enterró la cabeza en su hombro. El hombre miró a Paula.
—¿Qué podemos hacer?
—Sería de gran ayuda que su mujer y usted, y quizás incluso sus otros hijos, aprendieran el lenguaje de signos. Así, al menos, Valen podría comunicarse en casa.
Él asintió.
—Lo haremos. No me había dado cuenta de cuánto debe sufrir. Deseábamos tanto que fuera normal...
—Es normal —dijo Paula enérgicamente—. Solo que no puede oír —lo miró intensamente—. ¿A mí me considera usted un persona normal?
Él pareció avergonzado por la pregunta.
—Por supuesto.
—Algún día Valen también podrá comunicarse. Aunque puede que nunca llegue a hablar, porque era muy pequeña cuando perdió el oído, podrá hacerlo de otras formas. Pero necesita su ayuda para que eso ocurra.
—La tendrá —dijo él con determinación—. No sé cómo, pero lo conseguiremos.
Paula los acompañó a la puerta y luego sonrió.
—Haré todo lo que pueda para adaptarme al horario que a ustedes les vengan bien — puso un dedo bajo la barbilla de Valentina—. Nos veremos pronto —le dijo mediante signos.
Valentina le respondió de la misma manera. Y su padre, con su enorme mano temblorosa, hizo lo mismo. Una lenta sonrisa se extendió por la cara de la niña.Cuando padre e hija se hubieron marchado, Paula dejó escapar un suspiro de alivio. Por primera vez en semanas, sintió que las cosas empezaban a mejorar.Cuando se giró para volver a su oficina, se encontró a Jimena esperándola.
—Ven conmigo —le dijo su jefa mediante signos, con expresión sombría.
—Me espera un paciente dentro de unos minutos.
—Cecilia se ocuparé de él —dijo Jimena.
De inmediato se encendió una alarma en el interior de Paula. Su corazón comenzó a latir aceleradamente. Su pulso se había desbocado cuando Jimena cerró la puerta del despacho.
—¿Qué ocurre? ¿Son mis padres? —Jimena sacudió la cabeza—. Oh,Dios mío —exclamó Paula, derrumbándose en una silla—. Es Pedro, ¿Verdad? Ese terremoto en China. Sonia me dijo que había tenido que irse. ¿Qué ha pasado?
—Hubo un derrumbamiento en el edificio que estaba rastreando. Se quedó atrapado.
Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Paula.
—¿Está...? —no se atrevió a acabar la pregunta.
—Sergio ha llamado a Sonia. Dice que Pedro está vivo, pero malherido. Los médicos están atendiéndolo. Podría tener heridas internas, pero lo peor parece ser un corte que recibió en la cabeza al desplomarse una viga de metal. Lleva inconsciente desde que lo sacaron. Sabrán más dentro de unas pocas horas. Sergio ha estado todo el tiempo con él, en el hospital. Está en contacto con Sonia. Vete a casa, Pau. Deberías estar con la familia de Pedro, al menos hasta que sepáis algo más. Mañana puedes decidir si estás lista para volver a trabajar.
Aturdida, Paula asintió.
—Sí, eso será lo mejor. De todas formas, esta tarde sería incapaz de hacer nada aquí.
—Llámame y dime lo que sucede —dijo Jimena—. Rezaré por él.
Paula asintió y luego corrió a casa de Sonia. Toda la familia se había congregado allí cuando llegó. A nadie pareció sorprenderlo lo más mínimo su prisa por reunirse con ellos. Primero Sonia y, luego, la señora Alfonso se fundieron con ella en un fuerte abrazo.
—No va a pasarle nada —dijo la señora Alfonso con energía—. Nuestro Pedro es fuerte.
—Claro que sí —dijo Paula—. Y también cabezota.
Aquello arrancó una sonrisa a la mujer mayor.
—Nadie lo sabe mejor que tú y que yo, niña. Él nos quiere y luchará para volver con nosotras.
Paula miró la televisión, sintonizada en una cadena que informaba sobre la tragedia. Un vídeo mostró los esfuerzos para sacar a Pedro del edificio y otro, el momento en que llevaban su cuerpo inmóvil a la ambulancia. Llena de temor, Paula se dió la vuelta.
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