viernes, 11 de mayo de 2018

Mi Salvador: Capítulo 66

Paula no  había  podido  concentrarse  en  todo  el  día.  Tenía  la  inquietante  sensación  de  que  algo  terrible  había  sucedido.  Se  decía  a  sí  misma  que  aquello  era  ridículo, pero no podía deshacerse de aquella sensación. Sintió un golpecito en la mano y vio los ojos llenos de lágrimas de Valentina Foley. La niña todavía seguía luchando por dominar el lenguaje de los signos, y la lección de esa tarde  había  sido  frustrante  para  ambas.  Los  intentos  de  Paula de  involucrar  a  sus  padres habían fracasado lamentablemente. Los Foley también se habían negado a que su hija mayor recibiera clases para poder ayudar a Valentina.

—¿He hecho algo malo? —dijo la niña con signos y expresión abatida.

—Oh, cielo —murmuró Paula, y luego añadió con signos—. No has hecho nada malo. Tú eres muy especial.

Valentina movió  las  manos  dubitativamente,  y  luego  las  dejó  caer,  buscando  otra  forma  de  expresar  sus  sentimientos.  Por  sus  mejillas  rodaban  las  lágrimas.  Aun  sin  palabras, Paula la comprendió.

—Cariño, uno de estos días vas a aprender todas las palabras que necesitas. Te lo prometo.

—Mis  amigos —empezó  a  decir  Valentina,  y  luego  se  paró,  luchando  visiblemente  por  continuar.

—¿Qué pasa con tus amigos? —la animó Paula.

—No  juegan  conmigo  —dijo  la  niña  por  medio  de  signos  con  un  ligero  suspiro,  y  luego se lanzó sobre el regazo de Paula, buscando consuelo.

Conmovida  por  el  sufrimiento  de  la  pequeña,  Paula se  preguntó  si  sus  padres  tendrían idea de lo que le estaban haciendo. Si el aislamiento del repentino silencio le había resultado sobrecogedor a ella, que tenía diecinueve años cuando se quedó sorda, ¿Cómo sería para una niña que había perdido el oído cuando apenas había aprendido a hablar y cuyo vocabulario era limitado? Alzó  la  vista  y  vió  al  padre  de  Valentina de  pie  en  el  umbral,  con  expresión  angustiada.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Está bien?

—Dice que sus amigos no quieren jugar con ella —le dijo Paula—. Seguramente es porque no saben cómo hablarle.

—Dios mío —musitó él, y luego tocó a Valentina en el hombro y le tendió los brazos. Su hija se precipitó hacia él y enterró la cabeza en su hombro. El hombre miró a Paula.

—¿Qué podemos hacer?

—Sería  de  gran  ayuda  que  su  mujer  y  usted,  y  quizás  incluso  sus  otros  hijos,  aprendieran el lenguaje de signos. Así, al menos, Valen podría comunicarse en casa.

Él asintió.

—Lo  haremos.  No  me  había  dado  cuenta  de  cuánto  debe  sufrir.  Deseábamos  tanto que fuera normal...

—Es normal —dijo Paula enérgicamente—. Solo que no puede oír —lo miró intensamente—. ¿A mí me considera usted un persona normal?

Él pareció avergonzado por la pregunta.

—Por supuesto.

—Algún  día  Valen  también  podrá  comunicarse.  Aunque  puede  que  nunca  llegue  a  hablar, porque era muy pequeña cuando perdió el oído, podrá hacerlo de otras formas. Pero necesita su ayuda para que eso ocurra.

—La tendrá —dijo él con determinación—. No sé cómo, pero lo conseguiremos.

Paula los acompañó a la puerta y luego sonrió.

—Haré  todo  lo  que  pueda  para  adaptarme  al  horario  que  a  ustedes  les  vengan  bien — puso un dedo bajo la barbilla de Valentina—. Nos veremos pronto —le dijo mediante signos.

Valentina le  respondió  de  la  misma  manera.  Y  su  padre,  con  su  enorme  mano  temblorosa, hizo lo mismo. Una lenta sonrisa se extendió por la cara de la niña.Cuando  padre e hija  se  hubieron  marchado,  Paula dejó  escapar  un  suspiro  de  alivio. Por primera vez en semanas, sintió que las cosas empezaban a mejorar.Cuando se giró para volver a su oficina, se encontró a Jimena esperándola.

—Ven conmigo —le dijo su jefa mediante signos, con expresión sombría.

—Me espera un paciente dentro de unos minutos.

—Cecilia  se ocuparé de él —dijo Jimena.

De inmediato se encendió una alarma en el interior de Paula. Su corazón comenzó a  latir  aceleradamente.  Su  pulso  se  había  desbocado  cuando  Jimena cerró  la  puerta  del  despacho.

—¿Qué  ocurre?  ¿Son  mis  padres? —Jimena sacudió  la  cabeza—.  Oh,Dios  mío  —exclamó  Paula,  derrumbándose  en  una  silla—.  Es  Pedro,  ¿Verdad?  Ese  terremoto  en  China. Sonia me dijo que había tenido que irse. ¿Qué ha pasado?

—Hubo  un  derrumbamiento  en  el  edificio  que  estaba  rastreando.  Se  quedó  atrapado.

Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Paula.

—¿Está...? —no se atrevió a acabar la pregunta.

—Sergio ha llamado a Sonia. Dice que Pedro está vivo, pero malherido. Los médicos están  atendiéndolo.  Podría  tener  heridas  internas,  pero  lo  peor  parece  ser  un  corte  que  recibió  en  la  cabeza  al  desplomarse  una  viga  de  metal.  Lleva  inconsciente  desde  que lo sacaron. Sabrán más dentro de unas pocas horas. Sergio ha estado todo el tiempo con  él,  en  el  hospital.  Está  en  contacto  con  Sonia.  Vete  a  casa,  Pau.  Deberías  estar  con la familia de Pedro, al menos hasta que sepáis algo más. Mañana puedes decidir si estás lista para volver a trabajar.

Aturdida, Paula asintió.

—Sí, eso será lo mejor. De todas formas, esta tarde sería incapaz de hacer nada aquí.

—Llámame y dime lo que sucede —dijo Jimena—. Rezaré por él.

Paula asintió y luego corrió a casa de Sonia. Toda la familia se había congregado  allí   cuando llegó.   A  nadie  pareció  sorprenderlo lo más mínimo su prisa por reunirse con ellos. Primero Sonia y, luego, la señora Alfonso se fundieron con ella en un fuerte abrazo.

—No va a pasarle nada —dijo la señora Alfonso con energía—. Nuestro Pedro es fuerte.

—Claro que sí —dijo Paula—. Y también cabezota.

Aquello arrancó una sonrisa a la mujer mayor.

—Nadie lo sabe mejor que tú y que yo, niña. Él nos quiere y luchará para volver con nosotras.

Paula miró  la  televisión,  sintonizada  en  una  cadena  que  informaba  sobre  la  tragedia.  Un  vídeo  mostró  los  esfuerzos  para  sacar  a  Pedro del  edificio  y otro,  el  momento en que llevaban su cuerpo inmóvil a la ambulancia. Llena de temor, Paula se dió la vuelta.

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