miércoles, 9 de mayo de 2018

Mi Salvador: Capítulo 63

Durante  las  últimas  veinticuatro  horas,  Pedro había  llegado  a  dudarlo.  Colgó  el  teléfono y se fue en busca de su huésped... de su amante, se recordó. La encontró en el  recibidor,  rodeada  de  su  escaso  equipaje.  Apolo estaba  sentado  a  sus  pies,  mirándola inquisitivamente.

—¿Ha contestado Sonia a todas tus preguntas? —preguntó ella amablemente.

— Lo ha intentado, pero no ha logrado convencerme.

—Bueno, me voy.

—Paula, no tienes por qué hacerlo.

Ella lo miró a los ojos y luego desvió la mirada.

—Sí —dijo suavemente—. Tengo que hacerlo.

Pedro no  sabía  qué  más  decir.  No  podía  decirle  lo  único  que  ella  quería  oír:  que  dejaría  su  trabajo  y  se  dedicaría  a  algo  menos  arriesgado.  De  modo  que  recogió  el  equipaje, lo llevó al coche de Paula y esperó mientras ésta se sentaba al volante.

—Como estarás en casa de Sonia, supongo que nos veremos de vez en cuando —dijo.

—Intentaré  que  eso  no  ocurra  —dijo  ella,  mirándolo  a  través  de  la  ventanilla  abierta—. No quiero que te sientas incómodo cuando vayas a ver a tu hermana.

—No me sentiré incómodo —insistió él.

Solo triste, pensó.

—Bueno. Gracias por  todo. 

—  De nada  —dijo  él,  mofándose  de  la  conversación  que los hacía parecer dos educados desconocidos.

Sin  poder  resistirlo,  se  inclinó  y  atrapó  la  boca  de  Paula en  un  beso  urgente  y  ávido, a fin de recordarle y recordarse a sí mismo lo que estaban perdiendo.Ella temblaba cuando él se apartó, pero eso no impidió que encendiera el contacto  del  coche.  Luego  subió  la  ventanilla,  dió  marcha  atrás  y  se  alejó  de  él  y  de  su  vida. 

Mirarla  marchar  fue  una  de  las  cosas  más  duras  que  Pedro había  tenido  que  afrontar.  En  el  instante  en  que  el  coche  se  perdió  de  vista,  comprendió  que  estaba  cometiendo el mayor error de su vida. Gritó su nombre y corrió tras ella, con Apolo ladrando a su lado. Frustrado, le dió un puñetazo al buzón al darse cuenta de que su grito era inútil. ¿Cómo iba a decirle que la quería, si ni siquiera conocía las palabras adecuadas, y ella no podía oírlas? Solo se le ocurrió pensar en una persona que podía comprender lo que le estaba pasando. Llamó a Sergio, pero Nadia estaba con él.

—Ha aceptado pensar en volver a casarse conmigo —dijo Sergio, exultante—. Creo de verdad que esta vez funcionará. Ha renunciado a esa absurda idea de que trabaje con su padre.

—¿Y qué has tenido que darle a cambio?

—Le  he  prometido  que  pensaré  en  cambiar  de  trabajo  dentro  de  cinco  años.  Entonces tendré treinta y cinco y seguramente estaré listo para dedicarme a algo que no me mantenga alejado de casa tanto tiempo, sobre todo si tenemos hijos.

—Parece que lo has conseguido —dijo Pedro, intentando ocultar la amargura de su voz. Tom no tenía la culpa de que su vida amorosa se fuera al infierno.

—¿Para qué me has llamado, Pedro? Parece que te pasa algo.

—No es nada. Diviértete con Nadia, ¿De acuerdo? Los dos se lo merecen—colgó antes de decir nada más.

No le pasó desapercibida la ironía de que la mujer a la que culpaba de trasmitir sus  miedos  a  Paula hubiera  conseguido  superar  esos  mismos  miedos.  «Bueno,  mejor  para  ella»,  pensó  amargamente.  Y  mejor  para  Sergio.  Como  no  deseaba  hundirse  en  la  autocompasión,  se  cambió  de  ropa  y  se  fue  al  garaje,  agarró  la  podadora  y  empezó  recortar una buganvilla demasiado crecida. Seguía podando dos horas después, cuando llegó su madre. Esta lanzó una mirada al arbusto prácticamente desnudo y le quitó la podadora.

—¿Te  has  vuelto  loco?  —preguntó. 

Pedro tuvo  la  impresión  de  que  no  solo  se  refería a su furor con las tijeras.

—Déjame en  paz,  mamá  —pasó  a  su  lado  y  se  metió  en  la  cocina. 

Sacó  una  cerveza, la abrió y dió un largo trago. Su madre se quedó en el umbral, mirándolo con el ceño fruncido y las manos en las caderas.

—Te conozco y sé que no lo harás.

—¿Hacer qué?

—Darle la espalda a una mujer como Paula.

—Yo no le he dado la espalda. Ella ha decidido irse.

—Pero tú la has dejado marchar.

—¿Y qué podía hacer? Me dijo que le preocupaba demasiado mi seguridad, que no podría vivir pensando que algo podría ocurrirme.

—¿Y crees que no la entiendo? —dijo su madre.

—Pero tú nunca me has pedido que deje mi carrera.

—Claro que no. ¿Ella te lo pidió?

—No. Solo hizo las maletas y se fue.

—Pues haz que vuelva.

Pedro la miró con creciente frustración.

—¿Y cómo me sugieres que lo haga?

—Si no lo sabes, es que no eres hijo mío.

Él no pareció muy impresionado por sus palabras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario