Durante las últimas veinticuatro horas, Pedro había llegado a dudarlo. Colgó el teléfono y se fue en busca de su huésped... de su amante, se recordó. La encontró en el recibidor, rodeada de su escaso equipaje. Apolo estaba sentado a sus pies, mirándola inquisitivamente.
—¿Ha contestado Sonia a todas tus preguntas? —preguntó ella amablemente.
— Lo ha intentado, pero no ha logrado convencerme.
—Bueno, me voy.
—Paula, no tienes por qué hacerlo.
Ella lo miró a los ojos y luego desvió la mirada.
—Sí —dijo suavemente—. Tengo que hacerlo.
Pedro no sabía qué más decir. No podía decirle lo único que ella quería oír: que dejaría su trabajo y se dedicaría a algo menos arriesgado. De modo que recogió el equipaje, lo llevó al coche de Paula y esperó mientras ésta se sentaba al volante.
—Como estarás en casa de Sonia, supongo que nos veremos de vez en cuando —dijo.
—Intentaré que eso no ocurra —dijo ella, mirándolo a través de la ventanilla abierta—. No quiero que te sientas incómodo cuando vayas a ver a tu hermana.
—No me sentiré incómodo —insistió él.
Solo triste, pensó.
—Bueno. Gracias por todo.
— De nada —dijo él, mofándose de la conversación que los hacía parecer dos educados desconocidos.
Sin poder resistirlo, se inclinó y atrapó la boca de Paula en un beso urgente y ávido, a fin de recordarle y recordarse a sí mismo lo que estaban perdiendo.Ella temblaba cuando él se apartó, pero eso no impidió que encendiera el contacto del coche. Luego subió la ventanilla, dió marcha atrás y se alejó de él y de su vida.
Mirarla marchar fue una de las cosas más duras que Pedro había tenido que afrontar. En el instante en que el coche se perdió de vista, comprendió que estaba cometiendo el mayor error de su vida. Gritó su nombre y corrió tras ella, con Apolo ladrando a su lado. Frustrado, le dió un puñetazo al buzón al darse cuenta de que su grito era inútil. ¿Cómo iba a decirle que la quería, si ni siquiera conocía las palabras adecuadas, y ella no podía oírlas? Solo se le ocurrió pensar en una persona que podía comprender lo que le estaba pasando. Llamó a Sergio, pero Nadia estaba con él.
—Ha aceptado pensar en volver a casarse conmigo —dijo Sergio, exultante—. Creo de verdad que esta vez funcionará. Ha renunciado a esa absurda idea de que trabaje con su padre.
—¿Y qué has tenido que darle a cambio?
—Le he prometido que pensaré en cambiar de trabajo dentro de cinco años. Entonces tendré treinta y cinco y seguramente estaré listo para dedicarme a algo que no me mantenga alejado de casa tanto tiempo, sobre todo si tenemos hijos.
—Parece que lo has conseguido —dijo Pedro, intentando ocultar la amargura de su voz. Tom no tenía la culpa de que su vida amorosa se fuera al infierno.
—¿Para qué me has llamado, Pedro? Parece que te pasa algo.
—No es nada. Diviértete con Nadia, ¿De acuerdo? Los dos se lo merecen—colgó antes de decir nada más.
No le pasó desapercibida la ironía de que la mujer a la que culpaba de trasmitir sus miedos a Paula hubiera conseguido superar esos mismos miedos. «Bueno, mejor para ella», pensó amargamente. Y mejor para Sergio. Como no deseaba hundirse en la autocompasión, se cambió de ropa y se fue al garaje, agarró la podadora y empezó recortar una buganvilla demasiado crecida. Seguía podando dos horas después, cuando llegó su madre. Esta lanzó una mirada al arbusto prácticamente desnudo y le quitó la podadora.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó.
Pedro tuvo la impresión de que no solo se refería a su furor con las tijeras.
—Déjame en paz, mamá —pasó a su lado y se metió en la cocina.
Sacó una cerveza, la abrió y dió un largo trago. Su madre se quedó en el umbral, mirándolo con el ceño fruncido y las manos en las caderas.
—Te conozco y sé que no lo harás.
—¿Hacer qué?
—Darle la espalda a una mujer como Paula.
—Yo no le he dado la espalda. Ella ha decidido irse.
—Pero tú la has dejado marchar.
—¿Y qué podía hacer? Me dijo que le preocupaba demasiado mi seguridad, que no podría vivir pensando que algo podría ocurrirme.
—¿Y crees que no la entiendo? —dijo su madre.
—Pero tú nunca me has pedido que deje mi carrera.
—Claro que no. ¿Ella te lo pidió?
—No. Solo hizo las maletas y se fue.
—Pues haz que vuelva.
Pedro la miró con creciente frustración.
—¿Y cómo me sugieres que lo haga?
—Si no lo sabes, es que no eres hijo mío.
Él no pareció muy impresionado por sus palabras.
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