miércoles, 16 de mayo de 2018

No Estás Sola: Capítulo 4

—Y, evidentemente, yo no estaba entre ellas.

—¿Es que siempre tenemos que acabar hablando de tí?

—Esta vez es de tí. Tú eras quien tenía la sartén por el mango. Podrías haberte venido conmigo, pero te negaste.

—Y tú ahogaste tus penas en Micaela. ¿Cuánto tiempo has necesitado? Poco más de un año para amarla y dejarla, ¿No? No te duran mucho los sentimientos.

No tanto como a ella, al menos.

Él la miró sorprendido y Paula se preguntó en qué se habría equivocado.

—Yo no la dejé. Me dejó ella a mí —confesó—. Parece ser que no expresaba suficientemente mis sentimientos.

Su cinismo podía ahogarla en amargura.

—No me digas que te importa de verdad lo que piense una mujer de tí. Qué novedad.

—Intento aprender de mis errores.

¿Qué consideraría un error? ¿Su comportamiento con la tal Micaela o haberla dejado a ella, algo que le resultaba muy difícil de creer?

—Ahora no podemos hablar —dijo Paula, al darse cuenta de que la gente ya había terminado sus cafés—. ¿Después de la reunión?

Su sonrisa lenta, junto con un interés innegablemente masculino, le hizo lamentar el ofrecimiento, pero ya era demasiado tarde para retirarlo.

—¿Vas a hacerme una exposición individual Paula? Esta fundación tuya podría empezar a gustarme.

—No tiene por qué gustarte. Solo tienes que evaluarla con justicia —le espetó, y se
encaminó al estrado.

Menos mal que ya había hecho aquella misma exposición en otras ocasiones, porque su concentración estaba definitivamente ausente. No podía dejar de pensar en Pedro Alfonso, que la miraba recostado en su silla con los brazos cruzados, y que sin duda esperaba al acecho que cometiera el más mínimo error.

Acrecentado por los recuerdos, el perfume de Tara parecía haber quedado suspendido en torno a él y Pedro inhaló despacio, maldiciéndose por 'ser tan estúpido, pero sin poder evitarlo. «Poeme», pensó, identificando la fragancia con los recuerdos de aquellas prendas de satén y encaje que ella llamaba lencería. ¿Seguiría usándolas? Desde donde estaba sentado, Paula Chaves parecía una mujer de negocios. Nunca había estado tan delgada como otras modelos, pero desde luego los kilos que había añadido a sus curvas le sentaban de maravilla. Ver su piel de terciopelo y entrever una pequeña porción de lo que debía ser una blusa que llevaba debajo de la chaqueta del traje le había acelerado el pulso y la imaginación. Llevaba el pelo más corto, en una cascada de oro que sabía por experiencia que tendría la suavidad de la seda. Los dedos le picaban por el deseo de tocarlo. Disimulando, los hizo tamborilear en la rodilla, pero al ver que ella lo notaba, se quedó quieto.

¿Qué la habría empujado a proponer que se vieran así, de pronto? Su falta de fe en las organizaciones benéficas era bien conocida, pero sinceramente no creía que la de Paula pudiese entrar en su lista. Había investigado y al parecer eran quienes decían ser. No por ello creía en lo que estuvieran haciendo, pero tampoco en que lo hicieran por su propio beneficio. Entonces, ¿Qué demonios hacía allí? Para ser sincero, la respuesta a la pregunta se paseaba en aquel momento por el estrado animando a la audiencia a ponerse en el lugar de esos niños.


—Es fácil decir que solo podemos llegar a unos pocos, que no conseguiremos cambiar las cosas, pero lo único que hace falta es el deseo de intentarlo.

Parte de la audiencia asentía a regañadientes y él frunció el ceño. ¿Estaría enviándole Paula un mensaje? Guando estaban juntos, ella le recriminaba a veces que se encerraba en sí mismo durante demasiado tiempo. El único lugar en el que le prestaba toda su atención era en la cama. En aquel momento, ella lo miró fijamente.

—Todos hemos oído el refrán que dice que «la caridad bien entendida empieza por uno mismo» —respiró hondo—. Esta noche quiero que, cuando vuelvan a sus casas, miren a sus hijos y se imaginen sus vidas si ustedes no pudieran darles todo lo que necesitan. Y después, cuando se vayan a la cama, me gustaría que pensaran cómo serían las cosas si no tuvieran dónde acostarse.

A él no le hacía falta imaginárselo. Lo sabía por experiencia, y ninguna organización benéfica había acudido en su ayuda. Apartó aquel recuerdo no deseado e intentó imaginarse en la cama de Paula. Solo con pensarlo sintió excitación. Teniendo en cuenta que había pasado una eternidad desde la última vez que había estado con ella, lo sorprendió con cuánta claridad recordaba todos los momentos que habían pasado juntos desde el día mismo en que se conocieron.

Ella era el gancho en una muestra de coches a la que él había asistido para ver el último modelo descapotable de Branxton, pero casi no había podido verlo de tanta cámara y tanto flash dirigidos a ella, que posaba delante del coche. Irritado por tener que esperar a que acabase aquella sesión fotográfica, habló de ello con un colega al que vió entre la gente.

—¿Siguen teniendo que poner a mujeres con cerebro de mosquito y escotes de vértigo delante de un coche para poder venderlo?

—Depende de si se está vendiendo la suspensión deportiva o el diferencial viscoso —le dijo alguien casi al oído. Sorprendido, se dió cuenta de que el fotógrafo había empezado a desmontar el equipo y que intentaba no reírse al ver a la modelo que se le había acercado echando fuego por los ojos.

Pedro sintió que enrojecía.

—¿Lo has oído?

—Lo bastante para saber que te equivocas sobre mí, al menos en un sentido.

La mirada se le escapó hacia el escote tan tentador de aquel vestido y la garganta se le quedó seca inmediatamente.

—Obviamente, no en el vestido.

Ella sonrió.

—Obviamente.

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