—Hola —señaló su cuerpo casi desnudo—. Creía que estaba solo.
Paula tragó saliva y fingió una despreocupación que estaba muy lejos de sentir.
—Estás en tu casa.
Una tormenta pareció desatarse en los ojos de Pedro.
—No empieces, Paula.
—Solo quería decir...
—Sé lo que querías decir —replicó él, irritado. Parecía estar librando una batalla perdida consigo mismo—. Mira, estaré listo dentro de un momento. La cena ya está preparada. Hay una botella de vino en la encimera de la cocina. Sírvete una copa, si te apetece.
Ella iba a poner una excusa y a retirarse a su habitación, pero tuvo la clara impresión de que, de hacerlo, él se habría puesto furioso.
—Gracias —dijo, al fin—. Voy a dejar estos papeles.
Lo rozó al pasar junto a él por el estrecho pasillo que llevaba a su habitación. Pedro, deliberadamente, no se retiró. Ella sintió el calor que emanaba de su cuerpo. Olía a jabón, a champú y a pura masculinidad. Si hubiera sido otro tipo de mujer, habría tocado la toalla para ver qué más había debajo. Pero, como no lo era, reprimió el impulso y se apresuró a entrar en su dormitorio. Cerró la puerta, se apoyó contra ella y respiró hondo.
—Oh, Dios mío —murmuró.
Estaba realmente en un aprieto.Y Pedro lo sabía. Podía haberse visto sorprendido por accidente, llevando solo una toalla y una sonrisa, pero se había quedado en medio del pasillo a propósito, disfrutando de la incomodidad de Paula. ¿Por qué? Eso era lo que ella quería saber. ¿Por qué quería turbarla deliberadamente? ¿Es que no había hecho todo lo posible por alejarse de él desde que habían salido con Sergio y Nadia? ¿No le había dejado claro con sus actos que consideraba que solo compartían casa temporalmente? ¿No había intentado engañarlo... al igual que a sí misma? Suspiró hondo. Tenía que reconocerlo. Deseaba a Pedro Alfonso. Lo deseaba como nunca había deseado a ningún hombre.Pero él había hecho bien al mantenerla a distancia. Aquello podía ser un desastre. Pedro era frívolo y coqueto y solo se tomaba en serio su trabajo. Ella era seria e intensa. Si alguna vez se decidía a mantener una relación, querría que fuera algo importante y duradero.Suspiró otra vez. Sabía perfectamente que no podía ocultarse en su habitación. Él ya se lo había advertido. Quizá pudiera pasar la velada con él sin dejar traslucir los inquietantes impulsos que despertaba en ella. Solo tendría que refrenarse y recordar quién era él y quién era ella.
Cuando finalmente salió y entró en la cocina, sintió alivio al ver que Pedro no estaba allí. Se sirvió una copa de vino tinto y tomó un trago. Sintió que la tibieza del líquido se derramaba por su interior. De repente, se sintió mejor. Más valiente. Tomó otro trago y luego se dijo que sería una locura seguir por ese camino.Se acercó al fogón, alzó la tapadera del picadillo y removió la mezcla de carne y especias, disfrutando de su intenso aroma. De pronto, notó la mano de Pedro sobre su es palda. Alzó la vista y se encontró con sus ojos cuando él se inclinaba para mirar la cazuela de judías que cocía a fuego lento. Paula se quedó sin aliento.
—¿Tienes hambre? —le preguntó él dulcemente, dando un paso atrás y sirviéndose una copa de vino.
Paula sintió que se le aceleraba el pulso. Tenía todos los sentido en estado de alerta, y a él solo parecía importarle la comida. Eso significaba algo.
—Estoy muerta de hambre —dijo, consiguiendo que no le temblara la voz.
—Yo también. Siéntate. Yo serviré los platos.
Paula se sentó porque le temblaban las rodillas. Pedro puso un plato lleno frente a ella, se sirvió otro y luego apagó la luz, dejando la cocina bañada en el resplandor de media docena de velas.
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