viernes, 4 de mayo de 2018

Mi Salvador: Capítulo 54

—Hola —señaló su cuerpo casi desnudo—. Creía que estaba solo.

Paula tragó saliva y fingió una despreocupación que estaba muy lejos de sentir.

—Estás en tu casa.

Una tormenta pareció desatarse en los ojos de Pedro.

—No empieces, Paula.

—Solo quería decir...

—Sé lo que querías decir —replicó él, irritado. Parecía estar librando una batalla perdida  consigo  mismo—.  Mira,  estaré  listo  dentro  de  un  momento.  La  cena  ya  está  preparada. Hay una botella de vino en la encimera de la cocina. Sírvete una copa, si te apetece.

Ella  iba  a  poner  una  excusa  y  a  retirarse  a  su  habitación,  pero  tuvo  la  clara  impresión de que, de hacerlo, él se habría puesto furioso.

—Gracias —dijo, al fin—. Voy a dejar estos papeles.

Lo  rozó  al  pasar  junto  a  él  por  el  estrecho  pasillo  que  llevaba  a  su  habitación.  Pedro,  deliberadamente,  no  se  retiró.  Ella  sintió  el  calor  que  emanaba  de  su  cuerpo.  Olía  a  jabón,  a  champú  y  a  pura  masculinidad.  Si  hubiera  sido  otro  tipo  de  mujer,  habría tocado la toalla para ver qué más había debajo. Pero, como no lo era, reprimió el impulso y se apresuró a entrar en su dormitorio. Cerró la puerta, se apoyó contra ella y respiró hondo.

—Oh, Dios mío —murmuró.

Estaba realmente en un aprieto.Y Pedro lo sabía. Podía haberse visto sorprendido por accidente, llevando solo una toalla  y  una  sonrisa,  pero  se  había  quedado  en  medio  del  pasillo  a  propósito,  disfrutando de la incomodidad de Paula. ¿Por qué?   Eso era lo que   ella  quería saber.   ¿Por qué  quería turbarla  deliberadamente? ¿Es que no había hecho todo lo posible por alejarse de él desde que habían  salido  con  Sergio y  Nadia?  ¿No  le  había  dejado  claro  con  sus  actos  que  consideraba que solo compartían casa temporalmente? ¿No  había  intentado  engañarlo...  al  igual  que  a  sí  misma?  Suspiró  hondo.  Tenía  que  reconocerlo.  Deseaba  a  Pedro Alfonso.  Lo  deseaba  como  nunca  había  deseado  a  ningún hombre.Pero él había hecho bien al mantenerla a distancia. Aquello podía ser un desastre. Pedro era  frívolo  y  coqueto  y  solo  se  tomaba  en  serio  su  trabajo.  Ella  era  seria  e  intensa.  Si  alguna  vez  se  decidía  a  mantener  una  relación,  querría  que  fuera  algo  importante y duradero.Suspiró otra vez. Sabía perfectamente que no podía ocultarse en su habitación. Él ya se lo había advertido. Quizá pudiera pasar la velada con él sin dejar traslucir los  inquietantes  impulsos  que  despertaba  en  ella.  Solo  tendría  que  refrenarse  y  recordar quién era él y quién era ella.

Cuando  finalmente  salió  y  entró  en  la  cocina,  sintió  alivio  al  ver  que  Pedro no  estaba allí. Se sirvió una copa de vino tinto y tomó un trago. Sintió que la tibieza del líquido se derramaba por su interior. De repente, se sintió mejor. Más valiente. Tomó otro trago y luego se dijo que sería una locura seguir por ese camino.Se acercó al fogón, alzó la tapadera del picadillo y removió la mezcla de carne y especias, disfrutando de su intenso aroma. De pronto, notó la mano de Pedro sobre su es  palda.  Alzó  la  vista  y  se  encontró  con  sus  ojos  cuando  él  se  inclinaba  para  mirar  la  cazuela de judías que cocía a fuego lento. Paula se quedó sin aliento.

—¿Tienes  hambre?   —le  preguntó   él   dulcemente,   dando   un   paso   atrás   y   sirviéndose una copa de vino.

Paula sintió  que  se  le  aceleraba  el  pulso.  Tenía  todos  los  sentido  en  estado  de  alerta, y a él solo parecía importarle la comida. Eso significaba algo.

—Estoy muerta de hambre —dijo, consiguiendo que no le temblara la voz.

—Yo también. Siéntate. Yo serviré los platos.

Paula se sentó porque le temblaban las rodillas. Pedro puso un plato lleno frente a ella,  se  sirvió  otro  y  luego  apagó  la  luz,  dejando  la  cocina  bañada  en  el  resplandor  de  media docena de velas.

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