viernes, 25 de mayo de 2018

No Estás Sola: Capítulo 22

Si algo sabía Pedro era cómo le gustaba a Paula que le hiciera el amor. Nada de tumbarse sobre sábanas blancas en un dormitorio perfumado con velas. Prefería la aventura de diferentes escenarios inesperados, la sorpresa. Y no podía negar que le gustaba la sensación de tener el control, tanto de la situación como de ella. Y a menos que hubiese cambiado mucho, a ella también. Así que no la tomó en brazos para llevarla al dormitorio sino que comenzó a hacerle el amor donde estaban, en el vestíbulo, con una bolsa llena de trastos viejos desparramada por el suelo. Fotos y juguetes de niño, comprobó, sorprendido. ¿Qué demonios querría hacer Paula con aquel viejo oso de trapo? Pero no tenía tiempo de preguntarse cosas así. Estaba demasiado ocupado explorando cada centímetro de sus labios, de su cuello, de su rostro, algo con lo que llevaba meses soñando. Bebía de ella como si fuese vino, pero el banquete aún estaba por llegar y él se sentía como un hombre que no hubiese comido desde hacía mucho tiempo. Ella tenía también la respiración rota.

—No me he vuelto de porcelana, Pedro —le dijo con impaciencia.

—Pero has cambiado.

Sus pechos eran más maduros, por ejemplo. ¿Qué otros cambios lo esperaban?

—Los dos hemos cambiado. Tú eres más tierno, más generoso quizás.

Pedro hundió los dedos en su pelo.

—¿Quieres decir que antes no lo era?

Ella echó hacia atrás la cabeza para franquearle el acceso a su cuello.

—No eras así —dijo con voz ahogada tras unos besos que le hicieron cerrar los ojos.

Él frunció el ceño, intentando recordar cómo era antes. Siempre se había asegurado de que ella estuviese preparada para recibirlo antes de pensar en su propio placer. Al menos, eso creía él. Pero como parecía gustarle lo que estaba haciendo, decidió seguir así. El único problema iba a ser su aguante. Continuó viajando con sus besos hasta alcanzar el valle entre sus pechos, y desabrochó el primer botón de su blusa. Ella tomó su cabeza entre las manos para acercarlo más, hasta que él notó el errático latido de su corazón. Sintió una ola de deseo tan intensa que le costó mucho no rendirse a ella. «No pienses. No sientas», se ordenó, intentando mantener su cuerpo bajo control. Cuando estuvo convencido de que había evitado el desastre a base de imágenes de terremotos, de frentes de guerra, de noches solitarias cubriendo historias en cualquier rincón del mundo, centró su atención en el sujetador de encaje de Paula, una prenda que siempre le había llamado la atención. Afortunadamente se abrochaba por delante, así que pudo desabrocharlo sin demasiada torpeza. Y por fin pudo beber de su maravilloso cuerpo. La boca de Pedro ardía sobre sus pezones y Paula respiró aire a bocanadas, como si el recibidor se hubiese quedado sin oxígeno. La pared estaba fría a su espalda, pero donde su boca la tocaba, la piel le ardía.

Unas llamas que amenazaban con devorarla cuando él le desabrochó del todo la blusa. Ella respondió tirando de la de él, arrancándole los botones sin darse cuenta, deseando, necesitando sentir su piel contra la de ella. Exploró su pecho suave, bronceado y fuerte, acariciando sus músculos, con la necesidad de tocarlo, acercándose a un punto cercano a la locura. Sus caricias eran como fuego. ¿Es que no se daba cuenta de lo difícil que se lo estaba poniendo?, pensó Pedro, un poco más, y ni el mejor faquir podría contenerse. La abrazó, sujetándole los brazos contra el cuerpo para detener aquellas caricias antes de que fuese demasiado tarde, y la besó fieramente, hondamente, hundiendo su lengua en la caverna oscura y húmeda de su boca en busca de la lengua de Paula para iniciar un baile sinuoso que hizo que todo su cuerpo se sacudiera. No estaba siendo tierno. Por fin había recibido el mensaje de que no era eso lo que deseaba. Quería que la poseyera del modo más sincero y elemental. Solo entonces sabría que había vuelto de verdad a ella.

—Vamos al salón —dijo, y ella asintió. Pedro la tomó de la mano. Las cortinas estaban echadas para evitar el sol de la tarde, y la habitación estaba bañada en una luz dorada que lo tocaba todo, desde la alfombra al sofá de terciopelo—. Ahora —dijo, cuando llegaron junto al sofá—, desnúdate para mí.

Paula se sintió tentada de desobedecer para obligarlo a quitarle la ropa, pero no quiso esperar, así que se quitó la blusa y el sujetador ya desabrochado y los dejó caer al suelo.
—¿Es esto lo que quieres?

Su gruñido de respuesta le confirmó que no era bastante, pero tuvo un instante de timidez al llevarse la mano a la cremallera de los pantalones. Se sentía casi como una novia en su noche de bodas, hasta que recordó que aquel hombre era Pedro, el hombre que la conocía más íntimamente que cualquier otro sobre la faz de la tierra. Aquel pensamiento bastó para olvidarse de la timidez y dejó caer los pantalones al suelo junto con el resto de su ropa, de modo que quedó vestida tan solo con una delgada banda de encaje en las caderas.

—Eso también —dijo él, tirando con impaciencia.

Ella lo desafió con la mirada.

—Cuando esté preparada.

—Aún no sabes quién es el jefe, ¿No? —bromeó.

Le encantaba aquella parte del juego. Era el único momento en el que le dejaba encantada tomar el control, porque la fantasía le resultaba muy tentadora.

—¿Jefe? ¿Dónde ves tú un jefe por aquí?

Él se cruzó de brazos y a Paula se le secó la boca al contemplar su magnífico torso.

—Me parece que se te ha olvidado todo lo que te enseñé. Voy a tener que empezar desde el principio.

—¿Ah, sí? ¿Y podrás hacerlo tú sólito?

No se molestó en contestar, sino que la tumbó sobre el terciopelo del sofá para arrancarle las braguitas sin contemplaciones.

—¡Eh! Que cuestan una fortuna.

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