Pedro había asumido un gran riesgo al admitir ante Paula que intentaba seducirla. Casi había temido que saliera huyendo de la habitación. Y, durante un instante, le había parecido que lo haría.Pero luego vió, con asombro y alivio, que ella lo miraba tranquilamente. Después, no había podido saborear ni un solo bocado más de la cena. Sin embargo, estaba decidido a no presionarla. Quería darle un poco de tiempo para que se acostumbrara a la idea. Incluso quería darle tiempo para que pudiera cambiar de idea, aunque estaba seguro de que moriría si eso ocurría. Por fin, después de que hubieron recogido meticulosamente la mesa, fregado los platos y recogido la cocina, ella lo miró intensamente y le preguntó:
—¿Tienes intención de seducirme esta noche?
Pedro carraspeó, luchando contra el deseo de atraerla hacia sí.
—Si no te molesta...
Esperó hasta que ella asintió ligeramente y luego la besó en los labios. Durante la hora anterior se había repetido una y otra vez que debía ir despacio. Pero el sabor de Paula le hizo cambiar de idea. El deseo se desató dentro de él, cálido y urgente. Sin embargo, la besó ligeramente, de forma persuasiva y acariciadora, más que exigente. Ella gimió, pidiéndole más. Pedro sintió el palpito de la sangre en los oídos, diciéndole que hiciera lo que ella le pedía.Pero reprimió el impulso y prefirió entregarse al dulce tormento de un fuego lento. Ardía por ella. Nunca había conocido a nadie como Paula, a una mujer que lo diera todo. Su completa entrega era tan inesperada como perturbadora, y despejó todas las dudas que lo habían mantenido alejado de ella durante semanas. Se prometió a sí mismo que se aseguraría de que ella no se arrepintiera de su decisión, ni esa noche ni nunca.Todavía seguía besándola cuando la levantó en brazos y la acunó contra su pecho. Aunque la casa era pequeña, pareció pasar una eternidad antes de que llegaran a su dormitorio, tras pararse un momento a apagar todas las velas. Luego, cerró la puerta y dejó suavemente a Paula sobre la cama.
—Pau, ¿Estás segura? —le preguntó una vez más mientras la miraba, todavía de pie.
Ella lo miró con los ojos empañados, soñadores.
—¿De qué?
—De esto —dijo él—. De que quieres hacer el amor.
Ella se estiró lánguidamente, luego se puso de rodillas sobre la cama y puso las manos a ambos lados de la cara de Ricky. Su mirada era clara; su expresión, decidida.
—Muy segura —dijo, y lo besó en los labios, metiendo la lengua dentro de su boca de una forma que no dejaba lugar a dudas.
Pedro sintió que algo estallaba en su interior. Más tarde tendría tiempo de pensar en lo que sentía, pero por el momento solo sabía que tocar a Paula era lo más excitante que había experimentado, dentro y fuera de la cama. Parecía no poder saciarse del suave contacto de su piel mientras le quitaba primero la blusa y luego el sujetador. Después se deleitó contemplando sus pechos desnudos, sus areolas oscuras, sus pezones duros. Le bajó la cremallera de los pantalones y la acarició suavemente hasta encontrar la satinada barrera de las bragas. Se detuvo y, al cabo de un instante, continuó. Paula lo miró con asombro y, luego, con placer cuando él tocó el cálido y húmedo centro de su ser; y gimió cuando le bajó las bragas y se lo acarició con la lengua. Sus caderas se alzaron sobre la cama al combarse hacia la caricia de Pedro y hacia su elusiva culminación.
—Todavía no, cariño, todavía no —musitó él, volviendo su atención hacia sus pechos, erguidos por la excitación.
Los gritos de Paula le gustaban, pero quería más. Quería darle una experiencia que nunca pudiera olvida. Ella se agitó, inquieta, cuando la soltó. Alargó las manos hacia él, pero Pedro se puso fuera de su alcance, dejando que su placer se extinguieran antes de volver a despertarlo de nuevo con una lenta caricia, un tierno beso, un deliberado roce de dedos expertos en lo más profundo de su ser. Paula se tensó otra vez, rogándole de nuevo la liberación que él le negaba. Una fina película de sudor cubría su cuerpo y sus músculos estaban visiblemente tensos. Él sintió que esa tensión era idéntica a la que él mismo experimentaba, pues su cuerpo estaba duro y adolorido por la larga demora del éxtasis.
—Por favor —musitó ella, con la voz ronca por el deseo.
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