—Llevas diciéndome eso toda la vida, cada vez que hago algo que te molesta. Ya no me lo tomo en serio.
Su madre murmuró una serie de calificativos que Pedro ni siquiera se hubiera imaginado que sabía. La miró, asombrado. Ella le sostuvo la mirada.
—Bueno, ¿Qué esperas? —exclamó—. Tu padre y yo pensamos que Paula es lo mejor que te ha pasado y tú dejas que se vaya. ¿Has intentando siquiera retenerla? ¿Le has dicho lo que sientes?
—No sé cómo decírselo más claro.
Su madre lo miró entrecerrando los ojos.
—Entonces, ¿Reconoces que la quieres?
—Por supuesto —respondió él—. Lo que no sé son las palabras. Las palabras que la convenzan.
—¿Qué palabras? ¿Que lo es todo para tí, que quieres cuidar de ella y amarla y tener hijos con ella?
—Sí, esas palabras.
Su madre hizo girar los ojos.
—¿Y qué hay de las que acabas de decir?
—Las has dicho tú —dijo él—. Yo solo he dicho que sí.
Ella lo miró fijamente, visiblemente exasperada.
—Que el cielo me proteja, ¿También tengo que ser yo quien se las diga?
—Si quieres que haya boda, no es mala idea.
Ella le dió un golpe suave en la cabeza.
—Tú eres un hombre. Tonto, pero hombre al fin y al cabo. Dile lo que sientes. Ella te entenderá.
Pedro se pasó la noche pensando en lo que su madre le había dicho. ¿Aquellas palabras marcarían alguna diferencia? ¿No había intentando ya pronunciarlas, solo para ser rechazado? Pero decidió que, teniendo en cuenta lo que se jugaba, un solo intento no bastaba. Su madre tenía razón. Ambos merecían que volviera a intentarlo otra vez... y otra, si era necesario.
El sábado por la mañana decidió someterse a las burlas de su hermana, a las interferencias de sus sobrinos y a las bromas de su cuñado. Llegó a casa de Sonia y se encontró a toda la familia reunida alrededor de la mesa del desayuno, Paula incluida. Ramiro y ella estaban enzarzados en una acalorada discusión sobre fútbol y béisbol.
—Siéntate —le ofreció su cuñado—. Creo que quedan algunos panecillos. Sonia estaba convencida de que vendrías.
—¿Ah, sí? —preguntó Pedro, mirando ceñudamente a su hermana.
—Soy una mujer optimista —dijo esta con una sonrisa. Dió unas palmadas para llamar la atención de sus hijos—. Niños, fuera. Dejen a los mayores un poco de paz y tranquilidad.
Los niños salieron corriendo inmediatamente. Si fuera tan fácil librarse de Sonia y de su marido, pensó Pedro sombríamente. Por desgracia, se sirvieron una segunda taza de café y se recostaron en las sillas, mirándolo comer su panecillo y esperando ver qué pasaba entre Paula y él.
Paula, por su parte, parecía querer salir corriendo detrás de los niños. Pedro la observó. Tenía aspecto de cansancio. Su serenidad parecía haberla abandonado.
—¿Qué tal te va aquí? —le preguntó.
—Sonia y su familia están siendo muy cariñosos conmigo —dijo.
—Eso está bien. ¿Qué tal el trabajo?
—Bien.
—¿Y Juana?
—Bien. Me sorprende que no hayas hablado con ella.
—Pensaba verla mañana. En realidad, la he invitado a la cena del domingo en casa de mi madre.
Eso la hizo reaccionar.
—¿Ah, sí?
—Tal vez tú también quieras venir.
Ella pareció tentada por la idea, pero luego sacudió la cabeza.
—No, gracias.
Sonia dejó escapar un suspiro de impaciencia y luego se volvió hacia su marido.
—Está claro que no van a decir nada interesante mientras estemos aquí. ¿Quieres que nos llevemos a los niños a la playa?
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