miércoles, 23 de mayo de 2018

No Estás Sola: Capítulo 16

—Hemos tenido un hijo —lo corrigió.

—No —le espetó, echando fuego por los ojos—. Tú has tenido un hijo. A mí no te pareció bien incluirme, aunque el bebé era tanto mío como tuyo.

La ira de sus palabras era como dagas. Ella había ido quedándose sin esa rabia en los meses anteriores, dejando en su lugar una especie de resignación. Pero para él, el dolor estaba fresco, era nuevo. Necesitaría tiempo para asimilar la información, lo que para él era una pérdida reciente, y soportar aquel estallido de cólera era lo menos que podía hacer por Pedro.

—¿Por qué? —preguntó él—. Si me lo hubieras dicho, me habría quedado contigo, habría estado a tu lado.

—Precisamente por eso no te lo dije. No quería que sintieras que no tenías más remedio que quedarte.

—Y decidiste no dejarme elegir.

Incapaz de seguir allí sentada, se levantó y comenzó a pasearse por la habitación.

—Siento lo que hice. Me equivoqué apartándote en un momento así, pero ahora ya no puedo dar marcha atrás.

—¿Estás segura de que lo harías, si pudieras?

—No. El hecho de que estuvieras dispuesto a creer que podía estar embarazada de otro me dice que no has cambiado. Te sigue resultando más fácil creer lo peor de mí que enfrentarte a tus propios sentimientos.

—Ya te he dicho que lo siento —masculló, y Paula recordó que se había disculpado por algo, pero no precisamente por sojuzgarla a ella—. Una forma estupenda de enterarte de que eres padre. Bueno, de que eras padre.

Entonces le tocó a ella decir las palabras que llevaban quemándole en el corazón durante tanto tiempo.

—Yo también lo siento. Todo.

Y dió la vuelta hacia la puerta, incapaz de concentrarse en el trabajo, seguramente lo mismo que él.

—El bebé era... ¿Se... se parecía a mí?

Paula se volvió despacio, con los ojos húmedos. Sus pensamientos volaron a aquella noche oscura y lluviosa de hacía solo diez meses. Un hospital sumido en el caos. Corredores atestados de víctimas del accidente en camilla, demasiadas para disponer de camas para todos. El personal, ocupándose de todos lo mejor que podían y ampliando sus turnos. A pesar de todo, el partero, un hombre llamado Fabián, se había tomado el tiempo necesario para ponerle en los brazos a su hijo malogrado y quedarse  junto a ella mientras se despedía del niño con lágrimas. Muchas veces había repasado aquella escena en su cabeza, agradecida para siempre a aquel hombre que le había dado la oportunidad de tener a su hijo en los brazos. Por un lado, su pérdida había cobrado de ese modo una realidad cruel e inolvidable, pero por otro, al despedirse de su hijo había sentido que cerraba un capítulo. Pedro nunca tendría esa oportunidad y estaba claro que lo lamentaba. Pero había algo que sí podía darle:

—Cuando lo tuve en los brazos, parecía una muñeca pequeña y dormida. Tenía mucho pelo, y era oscuro como el tuyo.

Era lo único que le había recordado a él, pero no se lo dijo. No quería hacerle todavía más daño.

—Algo es algo, supongo.

—Pedro, lo siento de verdad. Sé que ya no sirve de nada y que debería habértelo dicho, pero en aquel momento no pude.

Él la miró con el mismo dolor en la mirada que ella.

—Es demasiado pronto para perdonar, y eso es lo que verdaderamente quieres que haga, ¿No?

—No quiero tu perdón, Pedro—le contestó—. No quiero nada de tí que no me des voluntariamente. Nunca lo he querido.

Pedro se levantó de su silla y atravesó la habitación, directo como una bala hacia ella. La mano de Paula apenas había rozado el pomo de la puerta cuando él tiró de su brazo y la obligó a volverse.

—No pienso permitir que te vayas de aquí como si no hubiera ocurrido nada.

—No puedes impedirlo.

—¿Ah, no?

Intentó no hacer caso del cosquilleo que le produjo el contacto de su mano, pero cuando la sujetó por la cintura, el escalofrío fue imposible de obviar, aunque no habría podido decir si era de temor o de añoranza. La apretó suavemente contra su cuerpo, casi como si necesitase aferrarse a algo. «Su ancla», volvió a pensar. Cómo debía necesitar algo así en aquel momento. Ella había tenido diez meses para llorar la muerte de su hijo, pero él acababa de descubrir su pérdida. ¿Sería demasiado prestarle su apoyo en un momento como aquel? Cuando sintió la presión de sus labios y le devolvió el beso, se dio cuenta de hasta qué punto pretendía engañarse. No lo estaba apoyando. Estaba tomando de él lo que llevaba tanto tiempo necesitando.

La dulzura de su boca le recordó otros besos compartidos en la oscuridad de la noche en una playa desierta, en la casa de la montaña, en cualquier parte lo bastante íntima. Su pasión era tan ardiente como la lava de un volcán, y Zeke la había animado a vivirla al máximo. Era ella quien siempre temía que los descubrieran.

—¿Y qué si nos descubren? —decía él—. Esto es libertad.

Él podía llamarlo libertad, pero ella había sido esclava de aquel ardor desde el primer momento. Pero, por desbocada que fuera su hambre, aquel festín no era para ella, se dijo cuando la cabeza empezó a darle vueltas.

—Esto no está bien —dijo débilmente.

—Está mejor que todo lo que he hecho durante meses-contestó él—.No puedo ni pensar en lo que has tenido que soportar sola y por culpa mía.

—No ha sido solo por tu culpa—contestó.

Había aceptado su abrazo para ayudarlo a sanar, y no porque pudiera ser una manifestación de piedad. Intentó separarse de él.

—Teniendo en cuenta que me gano la vida con las palabras —dijo él, sujetándola—, no siempre consigo decir lo que quiero. No pretendía compadecerte, pero es que no puedo recordar otra ocasión en la que mis pensamientos estuviesen más confundidos.

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