—Eso es todo un incentivo —dijo Pedro. Después miró seriamente a su viejo amigo—. Estoy en deuda contigo, compañero. Sé que removiste cielo y tierra, literalmente, para sacarme de allí. No estaría aquí si no fuera por tí.
—Todo el equipo ayudó. Eres uno de los nuestros. No íbamos a perderte. Ahora vete a casa y ponte en forma para que no tenga que rescatarte la próxima vez que nos llamen.
Poco después de que Sergio abandonara el avión, la enfermera le llevó a Pedro los calmantes que se había negado a tomar durante los días anteriores y consiguió persuadirlo para que se los tomara, recordándole que el vuelo sería largo y que debía estar descansado cuando llegaran a Florida.
—No querrá que su familia se asuste al verlo, ¿Verdad?
Pedro se tomó las pastillas. El efecto de un par de calmantes se le habría pasado mucho antes de llegar a casa. Quería estar completamente despejado cuando viera a Paula. Quería recordar cada segundo de su reencuentro. Pasó dormido la mayor parte del interminable vuelo, pero en cuanto el piloto les informó de que estaban a una hora de Miami, llamó a la enfermera.
—¿Puede ayudarme a afeitarme?
—¿Quiere estar guapo para su esposa? — le preguntó ella, sonriendo.
—Espero que acepte serlo.
La enfermera sonrió.
—Entonces, sí que necesita adecentarse un poco. Veamos qué podemos hacer.
No podía hacerse gran cosa debido a los vendajes, pero Pedro pensó que una gorra de brillante azul turquesa le daría un aspecto alegre.En cuanto el avión aterrizó, vió a toda su familia en la pista, esperándolo, junto con una ambulancia lista para llevarlo al hospital de Miami, donde le harían una revisión antes de permitir que se fuera a casa, a su cama, donde tanto deseaba estar. Su mirada buscó frenéticamente entre la gente reunida hasta que finalmente se posó en Paula. Estaba tan guapa que se quedó sin aliento. Ella era la razón por la que había sobrevivido, lo que lo había hecho luchar por mantenerse con vida. Sus palabras al teléfono le habían dado esperanza no solo porque hubiera admitido que lo quería, sino por la promesa que había en su voz de que no volvería a rechazarlo otra vez. Pero, en cuanto lo viera lleno de vendajes, tal vez se lo pensaría mejor. Se volvió hacia la enfermera.
—¿Usted qué cree? ¿Puedo conseguir a la chica con este aspecto?
—Caerá de rodillas ante usted. Pero intente que se le quiten los moratones antes de la boda. Van fatal con el esmoquin.
Pedro deseaba poder bajar del avión por su propio pie, pero eso era imposible. Lo sacaron en camilla y lo dejaron al pie de la escalera para que su familia lo rodeara. Sus hermanas lo abrazaron bulliciosamente, mojándole las mejillas con sus lágrimas.
—Eh, ya vale de llantos —les ordenó—. No estoy muerto, y me están arruinando el maquillaje.
—Dejenme paso —gritó su madre, apartando a sus hijas para inclinarse y depositar un beso en su mejilla. Le murmuró algo al oído y luego se santiguó y añadió una rápida plegaria.
—Me pondré bien, mamá.
Ella le guiñó un ojo.
—Nunca lo he dudado. Tienes una buena razón para vivir, ¿No?
Pedro miró a Paula y asintió lentamente.
—Sí, definitivamente tengo una buena razón para vivir.
—Ahora te dejaremos con Paula y te veremos luego en el hospital —le prometió su madre y después se inclinó para susurrarle—. No pierdas ni un minuto, niño. Creo que está lista para decir que sí.
Pedro sonrió.
—Espero que tengas razón, mamá.
Paula lo miró a él y luego a su madre.
—¿Razón sobre qué?
La mujer le dió un golpecito en la mejilla.
—Cotillear es de mala educación.
Después de que los otros se hubieran ido, Pedro miró a los ojos a Paula.
—Ven aquí —le ordenó suavemente.
Ella dió un paso adelante, con los ojos brillantes por las lágrimas, y lo tomó de la mano.
—Tenías que irte y demostrarme que tenía razón, ¿Verdad?
—musitó.—Yo tenía razón —la contradijo él—. Te dije que siempre volvería, pasara lo que pasara.
—Entonces, supongo que tú ganas —dijo ella.
—¿Qué?
— Si es que todavía me quieres...
El dolor, temporalmente amortiguado por los calmantes, volvió con toda su fuerza, pero Pedro lo reprimió. El momento era demasiado dulce para permitir que lo arruinara. Respiró hondo para intentar relajarse y concentrarse en ella.
—¿Me estás diciendo que sí?
—Creía que la sorda era yo —bromeó ella.
Él le tocó la mejilla suavemente.
—¿Oyes lo que está diciendo mi corazón? —dijo, mirándola fijamente.
Ella puso una mano sobre su pecho y sintió el latido de su corazón.
—Creo que sí —dijo.—Late porque yo sabía que volvería contigo, porque te lo prometí. Tú me has salvado la vida. Ahora, estamos en paz.
Ella empezó a llorar.
—Estaba muy asustada —murmuró.
—No puedo prometerte que esto no volverá a ocurrir —dijo él sinceramente—. Pero te quiero, Pau. Quiero que pasemos muchos años juntos y que nuestros hijos sean tan listos y valientes como su madre.
Ella sonrió.
—Listos, puede, pero ¿Valientes? Yo no soy valiente. El valiente eres tú.
Él le puso un dedo bajo la barbilla.
— No. Siempre es más duro quedarse atrás, esperando. Lo sé.
—Y yo sé que no me sentiría mejor si te dejara ahora. Siempre tendría miedo. Tú eres mi amor, Pedro Alfonso, para bien o para mal.
—Sergio quiere que hagamos una boda doble —dijo él—. ¿Tú qué crees?
—Me parece muy bien —dijo ella—. No quiero perder ni un minuto más —y, como si quisiera demostrárselo, lo besó en los labios—. Pedro—musitó cuando se apartó, con aire un poco aturdido—. Creo que me has devuelto la música.
—¿Hmm?
Una sonrisa se extendió por la cara de Paula.
—Me parece estar oyendo campanas.
Él se echó a reír.
—Sabía que lo conseguiría, querida. Sabía que lo conseguiría.
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