Él le acarició la mejilla, tratando de difuminar las arrugas de tensión que se habían formado en torno a su boca.
—Lo siento. Pensaba que tal vez así podrías recuperar algo de lo que perdiste.
—No. Eso solo empeoraría las cosas — ella enterró la cara contra su hombro.
Pero Pedro no quería abandonar la idea. La apartó de él y la miró a los ojos.
—Hasta esta noche pensabas que no serías capaz de bailar otra vez, y mírate. Deberías pensar en ello.
La apretó más fuerte y la hizo girar por la pista de baile en una serie de intrincados pasos que ella siguió sin un solo tropiezo. El color volvió a las mejillas de Paula y el brillo a sus ojos. Cuando la música se detuvo, volvía a reír.
—De acuerdo, de acuerdo, puedo bailar, pero solo si tú me llevas.
—¿Y cuál es el problema? —preguntó él, mirándola a los ojos.
La alegría de Paula se desvaneció.
—Tú no siempre estarás aquí —musitó en voz tan baja que él apenas la oyó por encima de la música.
Pedro sintió deseos de negarlo, de decirle que siempre estaría allí, pero el compromiso lo asustaba. Lo único que lo asustaba más era la idea de perderla. Sin embargo, durante los siguientes días eso fue exactamente lo que sintió que estaba sucediendo. Paula todavía compartía su casa, pero había una distancia cada vez mayor entre ellos, una distancia que él no conseguía entender y que no parecía poder remediar.Ella volvía a sentirse fuerte y parecía haber recuperado una cómoda rutina que no lo incluía a él. Se pasaba el día en el trabajo y por las noches salía con sus amigos o se encerraba en su habitación para rellenar el papeleo de la clínica. En más de una ocasión, Pedro la sorprendió mirando los anuncios de apartamentos, aunque, por suerte, el mercado de alquileres estaba más colapsado que nunca, debido a la cantidad de familias desplazadas por el huracán. Estaba seguro que se volvería loco si no encontraba algún modo de combatir esa compostura distante, esa fachada meticulosamente amable con que ella lo recibía a la hora del desayuno.Pensó en decírselo claramente, en preguntarle por qué de repente se había alejado de él. Sabía que todo había empezado la noche que pasaron con Nadia y Sergio, pero su amigo no le sirvió de gran ayuda cuando le preguntó si tenía alguna idea de por qué estaba enfadada Paula.
— A mí me parece que está bien —dijo Sergio.
—¿Y Nadia no te ha dicho nada?
—Lo creas o no, en las raras ocasiones en que paso algún tiempo con mi ex mujer, tú no eres nuestro tema de conversación —le contestó Sergio.
Pedro notó malestar en el tono de su amigo.
—¿Cómo van las cosas, por cierto? ¿Has hecho algún progreso?
—Depende de lo que consideres un progreso —dijo Sergio—. Su manada de admiradores parece estar menguando, pero todavía se pone hecha una furia cuando le sugiero que salgamos. Se me están acabando las ideas, y la paciencia.
Pedro sabía que debía hacer algo para romper el inexplicable distanciamiento de Paula. Tenía la sospecha, basada en su experiencia, de que un beso podía conseguirlo. Solo tenía que encontrar una excusa, o la ocasión adecuada, para robarle uno. Aunque su horario de trabajo eran impredecible, parecía que tendría el fin de semana libre. Decidió que el sábado sería la ocasión perfecta para que pasaran algún tiempo juntos. Sacó el tema durante el desayuno, el viernes. Estiró el brazo a través de la mesa y tocó la mano de Paula para que levantara la vista del periódico.
—¿Tienes planes para mañana? —le preguntó cuando ella lo miró, sorprendida.
Durante un instante, le pareció ver un destello de pánico en sus ojos, pero, finalmente, ella sacudió la cabeza.
—No. ¿Porqué?
—He pensado que podríamos pasar el día juntos.
—No tienes por qué hacerlo. Yo estoy bien sola. Estoy segura que tienes cosas mejores que hacer que ocuparte de una invitada que ya ha abusado demasiado de tu hospitalidad.
La última parte de la respuesta sorprendió a Pedro.
—Tú no abusas de mi hospitalidad. ¿He dicho algo que te haga pensar eso? Si lo he dicho, te pido disculpas. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. En realidad, insisto en que te quedes.
Ella evitó su mirada.
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