miércoles, 23 de mayo de 2018

No Estás Sola: Capítulo 19

—¿Y por qué no lloró su hijo, si estaba sano?

Pedro se había hecho aquella misma pregunta y la misma investigación le contestó.

—No todos los recién nacidos lloran. Algunos tienen que ser estimulados para que respiren por primera vez, y supongo que es el momento que aprovechó el partero para llevárselo con el pretexto de la reanimación. De todos modos, parece ser que ha habido más de un tipo de estratagema —añadió—. He hablado con una pareja que dice que su hijo estuvo bien durante los dos primeros días, pero que luego se enfermó de golpe.

Esa posibilidad le ponía encogía el estómago, pero en el desarrollo de su profesión había visto suficiente para saber que algunas personas eran capaces de cualquier cosa si el precio era el adecuado.

—¿Piensa que pudieron cambiar a su hijo por el de alguna otra pareja lo bastante rica para pagar lo que les pidieran por cambiar a su hija enfermo por un niño sano?

—Supuestamente enfermos —corrigió Pedro—. Mi contacto en el hospital estaba reuniendo en secreto informes de ADN para demostrar que al menos dos bebés fueron cambiados nada más nacer para luego ser entregados a parejas dispuestas a pagar lo que se les pedía. Mi informante está convencido de que ha debido haber más, pero los informes han sido convenientemente destruidos o extraviados. Hasta que los localicen, no sabremos de cuántos bebés estamos hablando o dónde terminaron.

El hombre miró a Pedro a los ojos sin parpadear.

—¿Cómo puede saber que no ocurrió lo que nos dicen que ocurrió? Algunos bebés mueren nada más nacer, o poco tiempo después.

Pedro entrelazó las manos bajo la mesa para evitar que temblaran. Eso era lo que le había ocurrido a su hijo. Después del relato que Paula le había hecho de cómo había tenido en brazos a su hijo muerto, sabía que aquel no podía ser el caso de Bautista, pero aun así, hacía que toda aquella historia tomase un cariz mucho más personal para él. No conseguiría devolverle la vida a su hijo, pero podría salvar a otros niños del infierno que él había vivido.

—Lo sé, pero lo que me preocupa es que la historia se repita. He descubierto al menos cuatro casos en los que los padres bien dudan de la identidad del bebé que murió, bien tuvieron un niño sano que luego de pronto se puso enfermo y murió. Son demasiadas coincidencias, sobre todo cuando es el mismo equipo médico el que interviene en todos los casos.

Lo que no le dijo fue que su informante en el hospital le estaba facilitando la información con cuentagotas. Se trataba de una mujer de un escalafón bajo y de quien nadie podía sospechar que tuviera acceso a la información. La mujer le había dicho que tenía demasiado miedo para acudir a la policía con sus sospechas, pero que cuando él empezó a investigar decidió prestarle su ayuda a condición de que mantuviera en secreto su identidad. Y no la culpaba por tener miedo. La gente que estaba dispuesta a cambiar la vida de un bebé por dinero podía ser capaz de cualquier cosa.

El hombre extendió un brazo sobre la mesa.

—¿De verdad cree que existe la posibilidad de que nuestra hija siga viva? Nos dijeron que murió al poco de nacer, y mi esposa se quedó tan destrozada que no quiso verla. Yo, por su bien, no insistí, aunque ahora desearía haberlo hecho.

—Si estamos en lo cierto, seguramente habría dado lo mismo.

El dolor desdibujó las facciones del otro.

—Hay que detener a esa gente.

—Creo que ya han dejado de hacerlo. Según las cifras que me han enseñado, la tasa de mortalidad infantil del hospital bajó mucho poco después de que naciera su hija, lo cual significa que o han puesto en marcha nuevas medidas de seguridad o las personas que estaban implicadas han decidido ponerle fin para evitar despertar sospechas.

—Demasiado tarde para ayudar a nuestra hija y a otros bebés como ella —la voz del hombre sonaba ahogada por las lágrimas—. ¿Cómo se puede traficar con la vida de inocentes?

Pedro se apoyó en la mesa.

—Mi experiencia me dice que todo está en venta si se dispone del dinero suficiente.

Por ahora, quiero que no olvide que quienquiera que tenga a su hija, la deseaba lo suficiente para estar dispuesto a correr un gran riesgo por ella, y no es probable que le hayan hecho ningún daño. Era un consuelo casi insignificante, pero el hombre intentó recuperar la calma con evidente esfuerzo.

—No descansaré hasta averiguar qué le ocurrió de verdad, y hasta recuperar a mi hija.

Pedro lo miró a los ojos.

—Yo no soy un héroe, pero haré todo lo que esté en mi mano para que se haga justicia con su hija y con ustedes.

—Gracias —dijo, y se levantó—. Será mejor que vuelva con mi esposa. La espera la está matando. Encuentre a nuestra hija, por favor.



—¿Por qué guardas todas estas cosas? —le preguntó Paula a su madre al abrir otra caja llena de cosas de su niñez.

Le dolía pensar que aquella era la última vez que iba a ayudarla a limpiar aquel desván. Su madre había decidido vender la casa de la familia y trasladarse a otra más pequeña. Su padre vivía en un pequeño departamento en la playa y se había negado a participar en aquella limpieza porque decía que no había nada que pudiese querer de cuanto se guardaba en el desván. Varias cajas con juguetes que habían pertenecido a Tara y a su hermano estaban ya en un lado, junto con ropa y otras cosas que podían ser donadas. Habían reservado para sus sobrinos un caballo de madera y un coche de juguete.

Alejandra Chaves miró a su hija con tristeza.

—Guardando todas estas cosas te sientes como si tus hijos siguieran siendo pequeños, y cuando las das es como si tuvieras que aceptar que ya no lo son. Cuando tengas hijos propios, lo comprenderás.

Paula contuvo el deseo de abrazarse para consolarse. No había llegado a decirles a sus padres que estaba embarazada, y las palabras de su madre hicieron más profunda su desolación. Bautista debería haber heredado esas cosas, pensó con rabia, sin saber a quién iba dirigida aquella rabia pero incapaz de contenerla.

—No te pongas tan triste. No es el fin del mundo —dijo Alejandra, acariciándole la mejilla—. Solo son cosas. Aún tienes tus recuerdos.

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