lunes, 28 de mayo de 2018

No Estás Sola: Capítulo 27

—No puedo creer que me haya comprado una isla —dijo Paula cuando salían de la cena de etiqueta aquella noche.

—Solo parte de una, y el derecho de ocuparla durante un año —la corrigió Pedro—. No está mal por lo que has pagado.

—Y está en Phillip Island —se maravilló en tono soñador.

Los abuelos de Paula habían vivido allí y ella había pasado muchas temporadas en su infancia con ellos. Cuando había salido a subasta el derecho a ocupar la casa durante un año, no se lo pensó. Pasaría cada minuto que tuviera libre en aquella casa. Quizá pudiera hacer una oferta de compra cuando pasara el año.

—Sería el lugar perfecto para escribir mi libro —murmuró.

Tras aquella primera reunión en la editorial, Pedro había decidido que fuese Carlos quien llevara el resto de las negociaciones, y Paula había firmado el contrato la semana anterior, de modo que ya estaba comprometida con el libro.

—¿Y crees que serás feliz encerrada en una isla, rodeada de agua con tan solo la compañía de los pingüinos y las focas?

—Como un sitio al que retirarme temporalmente, sí. En cualquier caso, Phillip Island es una comunidad moderna con población estable. No es un sitio ni solitario ni aislado —miró el asiento trasero del coche—. Al menos a mí no me han convencido de comprar un perro.

Al oírla hablar, el cachorro de piel moteada levantó la cabeza y la miró.

—Me sonríe —se sorprendió.

—Es un truco de estos perros —contestó Pedro—. Tienen la cara más expresiva del mundo de los perros.

—Y la madre de este hace montones de anuncios en la televisión.

La subasta había estado muy reñida, teniendo precisamente en cuenta la fama de la madre del cachorro.

—Me ha dado la impresión de que no era una decisión improvisada —comentó ella.

—No. Una de las épocas en que mi madre me llevó a vivir con ella, me compró un perro.

—¿Uno como este?

Él asintió.

—Un chico no olvida su primer perro, el único que tuve. Meggs fue mi primer amigo de verdad. Dormía a mi lado.

—¿Meggs?

—Sí. Lo llamé así por un personaje de dibujos, Ginger Meggs.

—¿Y qué fue de él?

Hubo un silencio tan largo a continuación que Paula se preguntó si pensaría contestar.

—Lo mismo que de mí —respondió al fin—. Que acabó en otra casa cuando mi madre se cansó de jugar a la familia feliz.

Paula puso una mano en su brazo.

—Es terrible, Pedro.

—Entonces yo pensaba que era normal que una madre se cansara de tener a un crío con ella, pero recuerdo que pensé que podía haberse quedado con el perro.

—Debiste echarlo mucho de menos.

Aquella tarde lo había condenado por no prestar atención a los sentimientos, pero ¿Cómo iba a ser de otro modo, habiendo aprendido por experiencia que los sentimientos no duraban?

—¿Por qué crees que he pujado por Mungo? —preguntó.

—¿Mungo? ¿Así se va a llamar?

Él asintió.

—En lengua aborigen significa silencio. El jaleo de la subasta debería haber puesto nervioso a un cachorro de seis semanas, pero ni ha llorado ni ha ladrado en toda la noche.

Como si no le gustara su nombre, el cachorro se incorporó y ladró, un sonido agudo y algo destemplado que a ella la hizo reír.

—¿No crees que se sentirá un poco encerrado en un departamento?

—Estoy buscando una casa con jardín.

No añadió «donde pueda echar raíces», porque él no debía verlo así. Pero ella sí. Demasiado tarde, le gritaba el corazón. Habían hablado de comprar una casa mientras estaban juntos, pero él siempre había rechazado el compromiso. Paula había comprendido su rechazo por la experiencia que había vivido, pero le dolía pensar que estuviera dispuesto a hacerlo por un perro. ¿Qué decía eso de su relación? Pues que no la había, se recordó con un suspiro. Lo único que tenían era buen sexo y una agradable compañía de vez en cuando.

—Gracias por acompañarme a la subasta —le dijo.

—Estoy seguro de que no habrías tenido que ir sola.

—Puede —contestó, encogiéndose de hombros—, pero tu entusiasmo en la subasta la ha hecho más interesante.

—Me encantan. El desafío, la atmósfera competitiva, todo.

Ella se echó a reír, aunque sus razones nada tenían que ver con las de él.

—Se celebran por motivos altruistas, Pedro.

Él se volvió serio.

—Tenía otra razón para asistir: la señora Beresford-Davis.

—Te ví hablando con ella durante el cóctel —comentó Tara—. A mí ha debido evitarme porque debe sentirse culpable de no ayudar a nuestra organización, después de haber dicho que lo haría.

—Creo que descubrirás que ha cambiado de opinión.

—¿Cómo lo sabes?

—Digamos que le he retorcido un poco el brazo —sabiendo que aquella señora había cambiado de opinión después de leer su columna, había decidido arreglarlo—. Solo quería poner las cosas en claro, así que le he dicho que considero que tu organización es irreprochable.

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