Paula todavía no podía creerse la forma en que su madre se había implicado en los preparativos de la boda. Había insistido en pedir permiso en la universidad y había llegado a Miami con un mes de antelación. Se había instalado en la habitación de invitados de Pedro y no había hecho ningún comentario respecto al hecho de que ella durmiera con su prometido en el dormitorio principal. En realidad, pareció aceptar a su futuro yerno desde el primer momento. Paula los encontraba constantemente cabeza con cabeza, hojeando los nuevos álbumes de fotos que le había llevado, con algunas de las fotografías que se habían perdido en el huracán. Sabía que Pedro y Juana habían contribuido en la confección de los álbumes y estaba conmovida. Su madre no podría haberle hecho un regalo de bodas mejor. Pero, si el vínculo instantáneo entre su madre y Pedro había sido una sorpresa, más sorprendente aún había sido la inmediata simpatía entre la muy estirada Alejandra Chaves y la exuberante señora Alfonso. Ambas se habían puesto al frente de la planificación de la doble ceremonia, dejando poco que hacer a Paula y a Nadia. Solo de vez en cuando, su madre le consultaba sobre sus preferencias acerca de una cosa u otra. En general, parecía estar disfrutando como nunca.
Paula observaba todo esto con creciente confusión. ¿Qué había sido de la mujer a la que conocía, la mujer que prefería las reuniones de la facultad a las cenas familiares, la mujer que tenía dificultades para expresar sus sentimientos? Por fin, insistió en llevársela a comer para pedirle una explicación. Su madre se mostró asombrada y vagamente insultada por sus preguntas.
—Eres mi única hija. ¿Cómo no iba a querer implicarme en tu boda?
Paula procuró encontrar una explicación que no hiriera sus sentimientos.
—Desde que me mudé aquí, papá y tú han estado... no sé cómo decirlo... distantes, supongo. Después del huracán, parecieron más bien aliviados cuando les dije que no era necesario que vinieran.
A pesar de sus cuidadosas palabras, su madre pareció impresionada.
—Oh, querida, siento mucho que te sintieras así. Teníamos miedo de resultar tan inútiles como cuando perdiste el oído. Pensamos que solo haríamos que te sintieras peor. Y, cuando dijiste que estabas bien, decidimos que debíamos respetar tu decisión —sus ojos se llenaron de lágrimas—. No sabes la agonía que fue para nosotros saber que estabas en el hospital, tan lejos, después de aquella tragedia. Y cuando nos dijiste que no nos necesitabas... Habría sido muy fácil insistir en que volvieras a casa, donde hubiéramos podido cuidar de tí, o venir corriendo a Miami. Pero, si lo hubiéramos hecho, no hubieras luchado con tanta energía por tu independencia —logró esbozar una desvaída sonrisa—. Y ahora no estarías con Pedro.
Paula se quedó asombrada por aquella explicación.
—¿Lo hicieron por mi bien? ¿Desde que me vine a vivir aquí?
— Sí, por supuesto. ¿Por qué, si no?
—Yo temía que estuvieran decepcionados conmigo, o tal vez incluso avergonzados. Pensaba que os alegraba que me hubiera marchado.Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de su madre.
—Paula Chaves, tú nunca podrías decepcionarnos —declaró, indignada—. Quedamos destrozados cuando perdiste el oído. Nos culpábamos por no haberte cuidado mejor. Por supuesto, nos entristecía que tuvieras que renunciar a la música, pero por tí, no por nosotros. Te quisimos desde el momento en que naciste. Y nunca hemos estado más orgullosos de tí que en este momento —carraspeó, intentando visiblemente mantener la compostura—. Eres maravillosa, Pau, ¿Es que no lo ves? Hace años afrontaste una terrible tragedia y la convertiste en un desafío que has cumplido de sobra. Y volviste a hacerlo después del huracán. Has encontrado a un hombre realmente maravilloso que evidentemente te quiere. Estoy segura que tendremos unos nietos preciosos. Nunca te he visto tan feliz. ¿Qué más pueden pedir unos padres para su hija?
Paula sintió la quemazón de las lágrimas y, de pronto, le pareció que su mundo entero volvía a cobrar sentido. Alargó una mano a través de la mesa y apretó la de su madre.
—Te quiero, mamá.
Sorprendentemente, su madre le contestó con signos.
—Te quiero, mi preciosa hija.
Esa noche, acurrucada junto al hombre que se convertiría en su marido al cabo de unos pocos días, Paula le contó la historia.
—Me alegro mucho por tí —dijo Pedro—. Sé cuánto deseabas recuperar a tu familia, aunque levantaras la barbilla con valentía y dijeras que no te importaba nada.
—Ahora sospecho que, si les damos un nieto, nos costará mucho librarnos de ellos.
Pedro la hizo ponerse a horcajadas sobre él y sonrió al empezar a moverse dentro de ella por segunda vez esa noche.
—Pues vamos a darles lo que desean.
Pedro, de pie junto a Sergio frente al altar de la iglesia a la que su familia había asistido toda su vida, se tiraba del estrecho cuello de su elegante camisa.
—Recuérdame que nunca más me ponga una de estas cosas —gruñó.
—Dices lo mismo en todas las bodas — dijo Sergio.
—Bueno, gracias a Dios ya no me quedan hermanas ni amigos que casar. Estoy salvado.
—Solo hasta que crezcan tus sobrinos — replicó Sergio justo cuando empezaba a sonar la música.
Pedro se giró y vió que sus hermanas empezaban a recorrer el pasillo con sus vestidos de color pastel. Nadia y Paula habían acordado que las chicas Alfonso fueran sus damas de honor. En realidad, habían estado de acuerdo en todos los detalles. Pedro sospechaba que lo único que le importaba a Nadia era volver a tener el anillo de Sergio en el dedo. Ni siquiera había pestañeado cuando Paula había insistido en que Juana fuera su madrina. En cuanto a esta última, se había echado a llorar cuando se lo había pedido. Al llegar ante el altar, Juana le guiñó un ojo impúdicamente y, luego, se colocó en su lugar mientras la música subía y todo el mundo se volvía para mirar a las novias. Pedro observó de reojo los pies de Juana y vió que, por una vez,no se había puesto sus brillantes zapatillas.
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