miércoles, 9 de mayo de 2018

Mi Salvador: Capítulo 65

—De acuerdo —dijo Gabriel, guiñándole un ojo a Pedro—. Pero nos debes una.

—Como siempre —dijo Pedro.

En cuanto se hubieron marchado, se volvió a mirar a Paula.

—Te he echado de menos.

—Pedro, no, por favor.

—¿No, qué? ¿No quieres que sea sincero?

—No, cuando no tiene sentido.

—Siempre tiene sentido decir la verdad. Antes de que tires por la ventana lo que hay entre nosotros, quiero que lo sepas todo.

—¿Todo? —preguntó ella, asombrada.

—Admito  que  me  sorprende,  pero  creo  que  tenemos  un  futuro  juntos.  Nos  veo  casados, viviendo en mi casa por ahora, pero quizá luego en un sitio más grande, tal vez con  una  piscina  en  la  parte  de  atrás.  Nos  veo  teniendo  hijos.  Tal  vez  dos  niños  y  una  niña. Y nos veo envejeciendo juntos.

De pronto, ella empezó a llorar.

— Para —le suplicó—. Eso es precisamente lo que yo no veo.

—¿Que envejezcamos juntos?

—Sí. Cada vez que intento pensar en el futuro, veo algo terrible que te apartade mí.

Pedro intentó  pensar  en  algo  para  reconfortarla,  pero  lo  cierto  era  que  sus  temores  podían  cumplirse.  Sin  embargo,  la  vida  estaba  llena  de  esa  clase  de  incertidumbres.  Él podía matarse  en  un  accidente  de  tráfico  tan  fácilmente  como  podía hacerlo en el trabajo.

—La  vida  no  viene  con  garantía,  da  igual  a  qué  te dediques  —dijo—.  Te quiero.  ¿Eso no significa nada para tí?

—Lo  significa  todo  —dijo  ella,  pero  sus  ojos  todavía  estaban  llenos  de  dolor—. Pero no puedo casarme contigo. Necesito a alguien que siempre vuelva a casa, conmigo.

—Pero yo volveré —insistió él.

—Eso no puedes prometérmelo y al mismo tiempo seguir haciendo el trabajo que te apasiona.

—El trabajo que nos unió —señaló él.

Ella le acarició la mejilla.

—Y  que  forma  parte  de  tí  y  es  una  de  las  razones  por  las  que  te  quiero  —dijo tristemente—.   Pero también es la razón de que no pueda casarme contigo.   Sencillamente, no puedo vivir con ese miedo.

Pedro miró sus ojos y comprendió que lo decía en serio. Se inclinó hacia ella y la besó en los labios y luego en las mejillas, húmedas, antes de darse la vuelta y marcharse.


Una semana después, en el escenario de otro terremoto, Pedro dió un mal paso y se  encontró  enterrado  entre  los  escombros.  El  cemento  y  el  acero  se  derrumbaban  poco a poco a su alrededor, desgarrando su carne. El dolor era terrible, pero no tanto como la idea de que solo él había tenido la culpa, por arriesgarse demasiado. Había estado menos concentrado de lo que debía. Quería culpar a Paula, culparla del  hecho de no poder  olvidarse  de  ella,  pero  lo  cierto  era  que  se  había  precipitado,  ansioso por acabar con el trabajo y volver a casa cuanto antes. Estaba completamente decidido a probarle que siempre volvería. Pero,  de  pronto,  mientras  entraba  y  salía  de  un  estado  de  inconsciencia,  le  pareció que le probaría exactamente lo contrario. Tenía los suficientes conocimientos médicos como para saber que las cosas no iban bien. La sangre le manaba de la herida de  la  cabeza,  que  al  menor  movimiento  le  dolía  como  el  golpe  de  un  martillo.  Una  esquirla de metal se le había clavado en el muslo, aparentemente demasiado cerca de una  arteria  principal.  Sintió  ganas  de  vomitar,  pero  intentó  tranquilizarse,  respirar  hondo, y apartar la mirada de la herida.Oía  los  ladridos  frenéticos  de  Apolo y  sabía  que  Sergio y  los  otros  avanzaban  hacia él poco a poco, excavando lentamente para llegar a donde se hallaba atrapado. Se imaginó cómo debía de  haberse  sentido Paula,   atrapada como él   y  aterrorizada,  con  la  vida  dependiendo  de  desconocidos.  No  era  de  extrañar  que  no  quisiera repetir la experiencia, aunque fuera de manera vicaria.Incluso él, que sabía que su vida estaba en manos de expertos, sentía un nudo de miedo en el estómago al pensar que tal vez se hubiera acabado su suerte. Confiar en Sergio y  en  los  demás  miembros  de  su  equipo  no  le  servía  de  gran  ayuda,  teniendo  en  cuenta que parecía muy cerca de morir desangrado o aplastado por los escombros en cualquier instante. Se  imaginó  la  reacción  de  Paula al  conocer  la  noticia.  Su  frustración  crecía  al  pensar en la incertidumbre que ella debía de estar padeciendo. Se odió a sí mismo por hacerle pasar por aquello, pero también sabía que, si tuviera otra oportunidad, volvería a  hacerlo.  Su  trabajo  era  importante  y  necesario,  y  él  era  bueno.  La  mayoría  de  las  veces, al menos.Tuvo que resistir el deseo desesperado de empezar a escarbar frenéticamente. Sabía  que  debía  conservar  sus  fuerzas.  Y  cualquier  movimiento  le  causaba  un  dolor  insoportable.  Tenía  que  confiar  en  los  hombres  a  los  que  conocía  como  si  fueran  sus  hermanos. Mientras esperaba que llegaran en su ayuda, maldijo sus heridas, no por el dolor, sino  porque  ella las  vería  como  pruebas  de  que  había  tomado  la  decisión  adecuada.  Maldijo  el  hecho  de  que  hubiera  equipos  de  televisión  que  estarían  retransmitiendo  todos los detalles del rescate.


Cuando  la  frustración  y  el  dolor  amenazaron  con  vencerlo,  se  concentró  en permanecer tranquilo, en seguir vivo. No era el mero instinto de supervivencia lo que lo impulsaba.  Era  Paula.  Le  había  hecho  una  promesa  y  tenía  que  luchar  con  todas  sus  fuerzas para cumplirla. Él no iba a morir enterrado en los mismos escombros de los que había rescatado a  tantos  otros.  No  iba  a  morir  en  ese  momento;  no,  cuando  finalmente  había encontrado la mejor razón para vivir: una mujer a la que amaba con todo su corazón.

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