miércoles, 14 de noviembre de 2018

Una Noche Inolvidable: Capítulo 29

La práctica cola de caballo que llevaba no se parecía ni por asomo al sofisticado peinado de la boda, ni los pantalones y camiseta resaltaban sus curvas en la medida en que lo había hecho el vestido malva. Pero Pedro estaba seguro de que, si se lo soltaba, el cabello le caería en mechones sedosos por la espalda, como sabía que, debajo de cualquier ropa, encontraría su piel de seda y los secretos femeninos que había tenido la oportunidad de explorar.

–Maldita sea –masculló, mirando hacia la puerta por la que se había ido.

En contra de lo que había esperado, la encontraba tan atractiva como en Mont Chamion. Por eso mismo había insistido en que solo se quedaría si valía la pena hacer el trabajo.Una noche no había sido suficiente. La observó hasta que la perdió de vista, pensado que, de espaldas, podía pasar por una espigada adolescente. ¿Cómo era posible que no hubiera logrado borrarla de su mente en dos meses y medio? Pedro nunca pensaba en las mujeres con las que se acostaba más allá de la noche que compartía con ellas. Eran divertidas y guapas y lo pasaba bien con ellas, pero en cuanto dejaba de verlas, las olvidaba. Ni siquiera recordaba sus nombres. Y, sin embargo, no lograba olvidar el de Paula Chaves. Paula, la mujer de cabello oscuro y ojos chispeantes verdes; de labios sensuales y cuerpo atlético; , anhelante y apasionada. Su ingenio, su encanto, su curiosidad, su vulnerabilidad, todo ello había poblado sus sueños de día y de noche. Era absurdo. Al principio pensó que se debía a que habían compartido su cama, cuando siempre se aseguraba de pasar la noche en la cama de la mujer con la que se acostaba. No las llevaba jamás a su territorio. Ni siquiera tenía una casa que considerar un hogar. Ni la poseía ni la alquilaba. Había vendido la que construyó para Aldana al poco de morir esta. Las pocas pertenencias que tenía las dejaba en casa de su tío Sócrates, en Long Island. Y vivía en constante movimiento, instalado en las casas que renovaba. Le gustaba así. No había ninguna razón por la que tener una casa. No tenía esposa, ni hijos. Ni siquiera perro o gato. No los necesitaba; no los deseaba. ¡Tampoco quería a Paula! O quizá sí, aunque solo fuera físicamente. El deseo era como un picor que necesitara rascarse. Así que lo rascaría y pondría final a aquel absurdo.





-Como que se ha ido? –preguntó Paula a la sirvienta tailandesa con la que no llegaba a entenderse.

–Señora Schulz no aquí.

–Pero si acababa de amanecer –indicó Paula.

–Irse ayer noche.

–¿Ayer? No me dijo nada.

–Cambio planes–dijo la mujer.

–¿Cuándo vuelve?

–No sé. Tres, cinco días. Ir a montañas.

Paula empezó a inquietarse.

–Necesito hablar con ella.

Había llamado a la casa que Alejandra tenía alquilada porque cada vez que llamaba al móvil saltaba el contestador.

–¿Y los niños? –preguntó. Lo normal era que los hubiera dejado con la sirvienta mientras estaba fuera.

–También ir.

–Ah, de acuerdo –llevarse a los gemelos y a Melisa sin contar con ayuda era una sorprendente novedad–. ¿Se ha llevado el teléfono?

–Sí. Pero difícil hablar. Intente. Igual suerte.

Paula reprimió las ganas de decirle que la suerte no estaba precisamente de su lado. Le dió las gracias, llamó a su madre otras dos veces y se dio por vencida. La regañina tendría que esperar. Después de lo sucedido en la boda con Kevin Robins, pensó que había aprendido la lección, pero estaba claro que no.

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