lunes, 18 de junio de 2018

No Estás Sola: Capítulo 70

Paula sintió que la sonrisa se le congelaba. ¿Zolezzi? La costumbre le hizo ofrecerle la mano.

—¿Qué podemos hacer por usted, señor Zolezzi?

—Me gustaría entrar un momento, si no es molestia —dijo, y su tono dubitativo no encajaba con su apariencia.

Ella miró a Pedro y éste asintió. El hombre los siguió al salón, pero no parecía decidido a sentarse, sino que se paseó de un lado a otro primero, luego se guardó las manos en los bolsillos y después volvió a sacarlas. Era evidente que se sentía incómodo, tanto que a Paula le dió lástima. Pedro, por alguna razón, esperaba que fuese él quien hiciera el primer movimiento.

—Estamos tomando café en la cocina. ¿Le apetece una taza? —le preguntó ella.

El alivio del hombre fue palpable.

—Estupendo, gracias.

Pedro también pareció agradecer el tener algo que hacer, ya que fue él quien sirvió la taza y añadió leche y azúcar a requerimiento de Alberto.

—¿Por qué has venido? —le preguntó.

El hombre dudó.

—Debería hacerte la misma pregunta que me hiciste tú cuando llegaste a mi puerta para decirme que mi hija había muerto. ¿Es que un hombre no puede visitar a su familia sin necesidad de tener una excusa?

¿Familia? Paula estaba totalmente confundida.

—¿Quién es usted?

Pedro se encogió.

—Alberto es el padre de mi madre.

—¿Tu abuelo? —ella pronunció la palabra que al parecer tanto miedo le daba a él pronunciar—. ¿Es usted el hombre que rechazó a Pedro después de que él consiguiera localizarlo?

El hombre reaccionó casi como si lo hubiera agredido físicamente, pero recuperó el control.

—No es necesario que me lo recuerde. No he podido quitármelo de la cabeza durante los últimos diez años.

Pedro apretó los puños.
—No eres el único.

Entonces sí que acusó de verdad el golpe.

—El grupo religioso al que pertenecía predicaba el Antiguo Testamento, en el que se dice que si tu ojo te ofende, debes arrancártelo.

—¿Aunque ese ojo sea tu propia hija?

—Aun así. Ya no pertenezco al grupo. Lo dejé poco después de tu visita, pero me temo que fue demasiado tarde.

—Así es —espetó Pedro.

El hombre hizo ademán de darse la vuelta como quien tiene que luchar contra el viento de una galerna.

—No puedo culparte, pero esperaba que, ahora que tú también tienes un hijo...

—Espera —la voz de Pedro sonó tan débil que el corazón de Paula se encogió—. Tienes razón: yo no puedo hacerte lo que tú me hiciste a mí.

—Aunque me lo merezca —concluyó Alberto—. He seguido su aventura por los periódicos desde que descubriste que el niño estaba vivo.

—¿Cómo nos ha localizado? —quiso saber Paula.

—Da la casualidad de que conozco a uno de vuestros vecinos desde hace años.

Cuando me contó quién se había venido a vivir a esta casa, me pareció un milagro y tuve que venir, aunque no estaba ni mucho menos seguro de ser bien recibido.

—Es usted bien recibido —dijo ella con énfasis—. Por el bien de nuestro hijo. Le hará bien crecer conociendo a la familia de su padre —dijo, utilizando la palabra familia deliberadamente, para ver la satisfacción en el rostro de Pedro—. Es usted su bisabuelo —añadió.

—Mi esposa, Angela, lo malcriará si la dejas —dijo Alberto emocionado—. Tenía mucho miedo del resultado de esta visita, pero si me lo permitís, la traeré pronto a verlos.

—Cuando quiera —contestó Paula.

Esperaba no haber ido demasiado lejos, pero por la cara de Pedro, quizás había pronunciado lo que él mismo hubiera querido decir.

Pedro dejó la taza despacio sobre la mesa.

—¿Quieres ver a tu bisnieto?

El rostro de Alberto se iluminó.

—Me encantaría.

Pedro condujo a su abuelo a la puerta de la habitación del bebé y juntos lo miraron mientras dormía. Paul  sintió el corazón tan lleno que parecía a punto de estallar. La verdadera familia de Pedro lo reconocía por fin.

Cuando despidieron a Alberto, tras invitarlo a llevar a su esposa al día siguiente, Pedro tenía los ojos cargados de lágrimas.

—Creía que no llegaría a ver este día.

Ella se quitó el cabestrillo y lo abrazó. El hombro apenas se quejó.

—¿No te duele? —preguntó él, alarmado.

—Estoy bien. El médico ha dicho que puedo hacer lo que quiera, siempre que tenga cuidado.

—¿Cualquier cosa? —preguntó él, y su voz le llegó como las notas de un violín.

—Cualquier cosa que quiera.

Pedro comenzó a besarla despacio, hasta que el corazón de Paula cantó de alegría.

—¿Estás segura?

—Por ahora no me he roto, ¿No?

Él se rió.

—Quién sabe lo que puede pasar.

Habían pasado muchos días y la había echado muchísimo de menos.

—¿Sabes cuánto tiempo hace?

Su expresión le confirmó que lo sabía de sobra, pero Pedro siguió yendo despacio, acariciándola, excitándola, amándola, como si estuviera hecha de porcelana.

—Dios mío, Pedro, ¿Tú crees que siempre va a ser así entre nosotros?

—Siempre —le prometió, derramándose en besos sobre su cara hasta llegar a la boca.

Cuando ella pudo respirar de nuevo, dijo:

—Creía que tú no creías en esas cosas.

—Tú me has hecho creer. Para lo bueno y para lo malo, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte nos separe. Dime que tú también lo quieres, Pau—le pidió, mirándola a los ojos.

—Es lo que siempre he soñado.

—Pues para que veas que los sueños pueden hacerse realidad —dijo en voz baja.

—Los nuestros al menos. Todos.

—No todos. De momento Bautista sigue siendo hijo único...

Pero no por mucho tiempo, pensó al sentirse abrazada y besada. No por mucho tiempo.




FIN

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