viernes, 1 de junio de 2018

No Estás Sola: Capítulo 39

Pero él no parecía tenérselo en cuenta.

—Tus abuelos eran gente estupenda. Aún los echo de menos.

—A ellos y a los dulces de mi abuela —le recordó, pensando en la cantidad increíble que Pablo había sido siempre capaz de comer, lo cual no había afectado para nada a su físico—.A menos que yo haya encogido, tú has debido crecer desde que no nos vemos.

Él la miró exageradamente de pies a cabeza.

—Pues a simple vista, no me da la impresión de que hayas encogido por ninguna parte. Sigues estando preciosa.

—Adulador —le dijo, sonriendo—. ¿Sigues viviendo en la isla?

—Cerca de aquí —explicó—. El negocio familiar ha crecido hasta emplearme a mí también.

Paula sonrió.

—De niño te parecía aburrido...

—Todos cambiamos. Si no recuerdo mal, tú ibas a ser bióloga marina y a trabajar con los pingüinos.

Recordaba bien ese sueño. Aquellas pequeñas criaturas que llegaban a la playa cada noche a la misma hora con el buche lleno de comida para sus crías la tenían fascinada.

—Sí, ya, pero me temo que no tengo cabeza para la ciencia —confesó.

—Dudo que la cabeza sea precisamente lo que llama la atención de quienes compran revistas —bromeó.

Ella fingió ofenderse.

—Para ser modelo hace falta cerebro, como tú bien sabes.

—Sí, ya.

Parecía como si hubiera vuelto al pasado, bromeando con alguien que había sido para ella como un hermano. Él le tendió los brazos y ella se dejó abrazar, sellando la sensación de vuelta a casa.

—¿Cómo te han ido las cosas?

—Estoy casado, y tengo un hijo —contestó con orgullo.

Recordó entonces que cuando eran niños, Pablo decía que se casaría con ella en cuanto fuese lo bastante mayor para hacerlo, pero aquello había sido solo un juego.

—¿Quién es la afortunada?
—Jimena Bury, de Melbourne, y ella sí que es bióloga marina.

—Siempre encontraste sexy la ciencia.

—La ciencia, no. A las científicas —corrigió, riendo—. Jimena vino a la isla a estudiar a los pingüinos y ya nunca se marchó.

—Un matrimonio perfecto —dijo, complacida de ver la felicidad que irradiaba su amigo.

La soltó, sacó la cartera y, de esta, una foto.

—Este es Franco. Tiene dos años.

Paula vió la foto. Ella nunca iba a poder enseñarle a nadie una foto de Bautista.

—¿Y tú? ¿Sigues casada con tu carrera? —preguntó Pablo, como si se hubiera dado cuenta de su cambio de estado de ánimo.

Ella se encogió de hombros, reticente a hablar de sí misma.

—Ya sabes cómo son las cosas en una gran ciudad.

—Pues no te creas. Yo nunca he querido vivir en otro sitio que no fuera este.

—Siempre has sido un hombre inteligente —contestó—. Tu hijo es precioso. Se parece al padre.

Él enrojeció un poco y guardó la foto en la cartera.

—¿Y qué te trae por Phillip Island? —Paula le contó lo del alquiler de la casa—. Ah, sí. Mucha fachada, pero la familia que la construyó apenas la usa.

—Seguramente por eso la donaron para la subasta.

—Cuando te hayas instalado, ¿Querrás venir a cenar con Jimena y conmigo?

—Me encantaría.

—¿Mañana por la noche?

—Genial. ¿Te importaría indicarme cómo llegar a mi nueva morada?

—Yo te llevo. No queda lejos.

—¿Y tu coche?

—Ya volveré a buscarlo más tarde. No pienso dejar pasar la oportunidad de conducir esta belleza.

—Así que la atracción es el coche, ¿Eh?

Él se encogió de hombro.

—Un hombre debe tener sus prioridades.

Ella le dió un empujón en el brazo.

—Te he echado de menos, Pablo.

—Y yo a tí, Pochi—contestó, utilizando su nombre de niños. Una vez en el coche, le preguntó—: ¿Tienes marido o novio que vaya a venir más tarde?

—Aún sigo libre como un pájaro.

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