miércoles, 6 de junio de 2018

No Estás Sola: Capítulo 47

—Estoy sucia —protestó.

Él tomó su mano y se la besó.

—Mmm..., sabe a tierra. Me gusta —le dió la vuelta y frunció el ceño al ver el arañazo del rosal. Tara se estremeció cuando él le pasó la lengua por encima—. He llegado justo a tiempo para ocuparme de tus heridas.

—No es nada —dijo, pero sospechaba que no se refería a heridas físicas. Las rodillas comenzaron a temblarle.

—No estoy de acuerdo —dijo él—. Túmbate. Quiero asegurarme de que no hay nada más.

—No lo hay —contestó ella, riendo con nerviosismo, pero dejó que la tumbase sobre la cama.

Pedro le quitó los zapatos y comenzó a reconocerle las piernas como lo haría un médico. Un pequeño arañazo en la rodilla le hizo poner una mueca de fastidio. Luego se sentó junto a ella en la cama y la abrazó. No hubo ternura en su beso, sino necesidad y desesperación, y ella le contestó con las mismas armas, atrapando su labio entre los dientes. Él gimió y utilizó la lengua para soltarse, para explorar, acariciar, moverse en una danza tan sensual que el más puro placer comenzó a adueñarse de su cuerpo.

Paula sabía que la mención de la cena con Pablo Marshal había desencadenado aquello, pero no le importó. Quienquiera que dijese que todo valía en el amor, sabía bien de qué hablaba.

Con qué rapidez y exactitud lo recordaba todo. Los movimientos que hacía cuando ella lo acariciaba, los ruiditos que emitía cuando esas mismas caricias lo llevaban al borde de la locura. El poder de su deseo y de todos los modos que él conocía para satisfacerla. Se sentía débil y poderosa al mismo tiempo. Calor y frío. Deseo y necesidad. En algún momento de su reconocimiento médico la había desnudado y se había desnudado él, y le vió sacar un paquetito de la cartera y abrirlo con los dientes. Le agradeció que se preocupara lo suficiente por ella para usar protección, pero no pudo soportar la idea de que no volvería a tener un bebé, seguramente nunca. Pedro no le había hecho ninguna promesa. Entonces se colocó entre sus piernas y la penetró con cuidado, y fue el fin de todo pensamiento consciente. Los movimientos fueron haciendo crecer su necesidad, sensación tras sensación. Sintió el momento en que el control de él alcanzaba el límite. El suyo no estaba mucho más allá y se preparó para  recibirlo, sus pensamientos absorbidos por un vórtice de pasión que la arrastraba a la locura. Cuando el placer la rindió por fin, unos fogonazos de luz plateada nublaron su visión y oleadas de sensaciones recorrieron su cuerpo, como los temblores posteriores a un terremoto. Un segundo o dos más tarde, el cuerpo de Pedro adquirió una rigidez imposible al alcanzarle también a él el terremoto. Se aferró con fuerza a sus hombros, tembló, y luego quedó inmóvil.

—Paula... siempre... siempre... —gimió.

Sabía a qué se refería. Hacer el amor con él desataba una magia que no conocía con ningún otro hombre, y le produjo una enorme placer saber que a él le ocurría lo mismo. No era el único capaz de sentir celos. Muchas veces había sentido deseos de volar a Estados Unidos y sacarle los ojos a aquella tal Micaela. Y decirse que eso no era lógico no le había servido de nada. El amor no se regía por la lógica.

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