viernes, 15 de junio de 2018

No Estás Sola: Capítulo 62

—El coche también es mío.

—Y te lo devolveré mañana inmaculado. Incluso haré que te lo laven.

Aun protestando, Matías le cedió el asiento del conductor y abrió la puerta de atrás para que Paula se sentase delante junto a su amigo.

—Asegúrate de que me lo cuida —le dijo.

—Haré lo que pueda, pero ya conoces a Pedro.

—Por eso te lo digo. Mañana lo necesito. Tengo un trabajo por la tarde.

—No te preocupes —contestó Pedro.

—Supongo que piensas dejar al perro aquí unos cuantos días más —le dijo cuando ya había arrancado.

—¿Está cuidando al cachorro? —preguntó Paula mientras Pedro se despedía por la ventanilla de su amigo.
—Y le encanta. Le ha venido bien tener a alguien en quien poner todo el cariño que tiene almacenado.

—¿No sale con nadie?

—Salía con una chica, pero ella lo dejó. Su horario de trabajo no es precisamente compatible con una vida doméstica feliz.

Un horario difícil no era lo que destruía una relación, se sintió tentada de decir. Un exceso de independencia y la reticencia a confiar, sí.

—¿Adónde vamos? —le preguntó.

—A un escondite secreto del que ni siquiera Matías sabe nada.

Intrigada, fue fijándose en las calles que dejaban atrás en dirección norte, hasta que salieron a las afueras de la ciudad, donde las casas eran más grandes y los jardines más imponentes.

—Qué bonita es esta zona. Muy tranquila —dijo, contemplando las calles delimitadas con árboles.

A él le complació que le gustase.

—Por eso la compré.

Ella lo miró sorprendida. Pedro no creía en lo duradero, en atarse a ladrillos y cemento. Cuando se compró el cachorro, le dijo que pretendía comprarse una casa, pero ella no se lo había creído.

—¿Te has comprado una casa aquí?

—Ésta. Bienvenida a su hogar, señora Alfonso.

El torrente de emociones que desataron en Paula esas palabras le nubló la vista.

—Me recuerda a una de esas casas de campo inglesas —comentó.

—Es exactamente la razón por la que la he comprado. Tiene pasado, historia.

Las cosas de las que él carecía.

—Me gusta el zócalo de piedra. Y el color suave de los ladrillos.

—El hombre que la vendía había nacido aquí, y la vendía porque se marchaba a una residencia. Me dijo que los ladrillos eran de una iglesia del centro que había sido demolida el siglo pasado. Los suelos de tarima y las puertas pertenecieron a unas antiguas dependencias del ayuntamiento.

La garganta se le cerró al avanzar por el camino de piedra hacia la terraza, que sostenía una antigua glicinia y estaba sombreada por un tejado de pizarra. Pasó la mano con suavidad por la balaustrada de madera que cerraba la terraza pensando que si Pedro quería algo duradero, lo había encontrado en aquella casa. Llevaba en pie más de un siglo y parecía dispuesta a aguantar un par de ellos más.

Él miró su mano.

—¿Te molesta?

Se había dado cuenta de que, inconscientemente le había ido dando vueltas a la alianza que él le había colocado en el dedo.

—No.

Menos mal que no le había preguntado lo mismo de la casa. Aquel lugar estaba destinado a albergar a generaciones de una misma familia. Casi parecían oírse las voces de los niños jugando en el jardín. Incluso había un columpio colgando de un enorme árbol. Se dió la vuelta para que Pedro no viera lo mucho que le estaba afectando contemplar et sueño que nunca estaría a su alcance. Ojalá nunca le hubiera enseñado aquella casa. ¿Cómo iba a ser capaz de estar allí?

—Sé que hay algo que te inquieta—dijo él, apoyando las manos en sus hombros—. ¿Es por la escena del aeropuerto?

—No ha sido agradable —contestó, aprovechando la excusa.

—Olvídala. Nadie sabe que soy dueño de esta casa y las escrituras están a nombre de un fideicomiso, así que no es fácil que nos localicen —frunció el ceño—. El único problema es que aún no he tenido tiempo de amueblarla. Hay unas cuantas cosas que dejó el dueño anterior, pero nada más.

La falta de mobiliario la preocupaba menos que la falta de una base firme para Pedro y ella. Se había dicho que podría soportarlo, pero allí, en su casa, ya no estaba tan segura. Y tener su alianza en el dedo no ayudaba demasiado.

—Quizás deberíamos irnos a un hotel.

Él subió las escaleras del porche con la llave en la mano.

—Es demasiado arriesgado. Además, quiero enseñarte la casa.

Abrió la puerta y, de pronto, la tomó en brazos.

—¿Qué haces? Bájame.

—¿Qué voy a hacer? Atravesar el umbral de mi casa con mi mujer en brazos —se rió—. Es la tradición, ¿No?

Era muy difícil para ella hablar en semejante situación.

—Creo que hemos vuelto a confundir el orden.

—Me temo que empieza a ser una costumbre —contestó, y la dejó en el recibidor. Hubo un instante de silencio mientras él la contemplaba en el interior de su nueva casa, antes de que volviera a abrazarla y la besara—. Bienvenida a casa.

Paula pensó que no era su casa y nunca lo sería, pero en sus brazos se sentía más en casa que en ninguna otra parte del mundo, y se rindió ante su beso con un suspiro. Se había prometido a sí misma aceptar lo que él estuviera dispuesto a dar, así que mejor aquel momento que cualquier otro para empezar.

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