viernes, 1 de junio de 2018

No Estás Sola: Capítulo 40

Era curioso lo difícil que le resultaba admitirlo. Parecía más una confesión que una declaración de independencia.

—Espero que no te sientas sola en Manna Cottage..., así se llama la casa. Está en lo alto de una colina, con unas vistas magníficas, pero sin vecinos.

Enseguida llegaron. La casa era de madera y había sido construida en alto para poder disfrutar de la vista del océano. Junto a ella crecían los árboles de maná, que seguramente era lo que le daba el nombre a la casa. Eran la comida preferida de los koalas, recordó; ojalá alguno de aquellos preciosos marsupiales viviese en aquellos árboles. Una vez dentro, la maravilló que casi todas las habitaciones tuviesen vista al océano. El sol entraba a raudales por la parte trasera. La zona principal de la casa estaba pintada en un suave color verde, y en la cocina se abría una puerta que daba a una preciosa terraza.

—Puedo sentarme aquí a leer cuando no haga mucho viento —dijo, abriendo la puerta y respirando hondo—. Voy a empezar a escribir un libro y esta vista podrá inspirarme.

—No la necesitas. La inspiración está dentro de tí y siempre lo ha estado. ¿Recuerdas los poemas que escribías cuando éramos niños?

Ella hizo una mueca.

—No me lo recuerdes. Eran horribles.

—No. Aún conservo algunos.

—Gracias por el cumplido, pero aunque a lo mejor soy capaz de escribir algo digerible en prosa, mi poesía es un asco.

Él parecía haber retrocedido a la infancia.

—Lo pasamos bien juntos, ¿Verdad, Pochi?

Ella asintió.

—¿Eres feliz, Pablo? —le preguntó impulsivamente.

Él asintió.

—Todo lo que quiero está aquí en esta isla: una mujer hermosa que me quiere más de lo que me merezco, un hijo precioso y mi trabajo. ¿Y tú?

Paula dudó.

—No estoy mal —contestó. Mejor cambiar de tema—. Será mejor que me des tu dirección si de verdad quieres que vaya a cenar mañana.

—Ah, es verdad —escribió los detalles en el anverso de la publicidad de un supermercado y se la entregó—. ¿Necesitas que te eche una mano con el equipaje?

Ella lo empujó hacia la puerta.

—Ya te he robado tiempo más que suficiente, y aún tienes que volver al coche.

Pablo sonrió.

—Ya veo que sigues siendo tan mandona como siempre —ella lo amenazó con un puño y él levantó en alto las manos—. Bueno, bueno, ya me voy. Voy a estar atrapado, mandándome Jimena y tú. Estoy perdido.

Ella seguía riéndose cuando cerró la puerta y echó a andar con las manos en los bolsillos y silbando alegremente. Haberse encontrado con su amigo de la infancia tenía que ser un buen presagio, pensaba mientras descargaba el coche. Ojalá no le hubiera recordado hasta qué punto sus vidas eran distintas. ¿Habría sido distinto de haberla acompañado Pedro? Seguramente no, porque le costaba trabajo imaginar que pudiera gustarle estar en aquella isla durante demasiado tiempo. Pablo nunca había deseado otra cosa, y le tomaba el pelo por ello cuando eran niños, aunque en el fondo envidiase su felicidad. Pero aquel no era momento para introspecciones, se dijo, y tras volver a recorrer la casa, eligió un dormitorio espacioso con un hermoso ventanal por el que podría ver el océano al despertar. Además, estaba protegido por unas contraventanas que podía echar por la noche si el tiempo se volvía demasiado húmedo.

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