viernes, 29 de junio de 2018

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 21

—¿Se puede saber qué... —arrancó con un susurro. Paula no quería que Pedro descubriera lo mucho que aquella sugerencia la había afectado, por mucho que, en realidad, no se tratara de una verdadera insinuación—... qué solución se te ha ocurrido? —corrigió sobre la marcha.

Pedro le lanzó una mirada penetrante con la que le daba a entender que había captado perfectamente su reticencia inicial.

—Creía que confiabas en mí —dijo divertido.

—Sí, pero tampoco hay que excederse —se defendió sonrojada.

—Por suerte, no has especificado dónde está el límite que separa lo normal de lo excesivo. Necesito que confíes en mí para que podamos salir de ésta —comentó mirándola a los ojos desafiantemente. Al fin y al cabo, ella tenía la culpa de que la prensa hubiera descubierto a Pedro, pensó Paula—. ¿Y bien? —insistió Pedro.

—Supongo que todavía puedo confiar en tí sin temor a sobrepasar ese límite — respondió con falso desenfado.

Le daba igual adónde tendría pensado llevarla Pedro. Lo cierto era que él no podía regresar a su casa y, probablemente, la prensa del corazón también estaría apostada a la entrada de la de ella. No le quedaba más remedio que ponerse en manos de Pedro.

A pesar de las protestas de Paula y de las de Mamá, Pedro se empeñó en pagar la cuenta y luego, tan pronto como hubieron regresado al coche, sacó el teléfono móvil. A juzgar por la sonrisa de su cara y el brillo de sus ojos, Pedro estaba satisfecho con lo que le decían. Minutos después tomaron la autopista de la Costa Dorada hacia el sur y muy pronto llegaron a la entrada del hotel preferido de los surfistas, pues contaba con su propia playa y con unas vistas espléndidas desde cada una de sus nueve plantas.

—¿Y a esto lo llamas tú esconderse? —comentó Paula mientras el estacionacoches se acercaba a ellos.

—Es el viejo truco de esconderse a la vista de todo el mundo —respondió Pedro.

Le entregó la llave al al hombre y éste se llevó su Branxton al estacionamiento. Era evidente que los esperaban, pues los llevaron a un ascensor privado que los llevó al piso más alto, ni más ni menos que a la suite presidencial. Ni siquiera habían tenido que pasar por los tediosos trámites de registrarse en recepción.

—¿Te gusta? —le preguntó Pedro al abrir la puerta de la suite.

—¿Que si me gusta? ¡Es preciosa! Pero no puedo dejar que pagues algo tan caro.

—El dueño del hotel es amigo mío —le explicó Pedro para serenarla—. Parece ser que andan escasos de presidentes últimamente; de modo que se alegra de poder darnos refugio.

«Refugio» no era en absoluto la palabra adecuada. Por el suelo se extendía una moqueta color beige del más exquisito gusto y todos los muebles, los cuadros y los adornos de la suite estaban elegidos y conjuntados con primor. Un gran ventanal permitía que la luna derramara su luz por todos los rincones y las estrellas parecían estar al alcance de la mano.

Paula dejó atrás la entrada y avanzó admirándolo todo hasta detenerse frente a una mesa cuadrada sobre la que había un florero de cristal delicadísimo, coronado con rosas y orquídeas. Las sillas, las lámparas, el sofá y los cojines del sofá, todo se conjugaba en aquella suite de ensueño. En un extremo de ésta había una escalera que llevaba hacia la planta de arriba, en la que estaban los baños y los dormitorios. También arriba había grandes cristaleras con vistas espectaculares. Había tres baños, los tres con grifos y espejos rematados en oro, que se comunicaban con los dormitorios a través de un pasillo decorado con el mismo esmero que el resto de la suite, todo absolutamente cuidado hasta el último detalle. Un auténtico palacio, salido de un cuento de hadas. Pedro la esperó abajo, hasta que Paula descendió desmayadamente por las escaleras, y la condujo a una amplia terraza que rodeaba toda la suite, en cuyo centro había una enorme piscina.

—No puedo quedarme aquí —protestó Paula con una media sonrisa, sintiéndose una intrusa entre tanta suntuosidad.

—No te gusta —la malinterpretó adrede.

—La suite me gusta —enfatizó ella.

—¿Pero no te gusta tener que compartirla conmigo? —hizo un gesto con el que intentó abarcar la suite—. Hay mucho espacio. No tenemos ni por qué vernos si eso es lo que te preocupa.

—Pero no tengo nada de ropa —se resistió.

No tenía por qué verlo, pero su mera presencia le resultaría tentadora.

—¿Y qué me dices de la ropa que metiste en la bolsa cuando nos íbamos estudio? —insistió él—. Que yo recuerde, guardaste ropa, maquillaje, artículos de aseo... y hasta tu osito de peluche.

—Es mi mascota: se llama Fabio —espetó. ¿Es que no podía ver que el problema era él mismo?

—¿Y por qué no piensas en mí como si fuera una mascota más grande? — sugirió traviesamente, consciente de qué era lo que realmente la amedrentaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario