viernes, 1 de junio de 2018

No Estás Sola: Capítulo 38

Mientras atravesaba el puente colgante, que unía el puerto pesquero de San Remo con Phillip Island, Paula tenía la sensación de estar volviendo a casa. La isla tenía solo veintitrés kilómetros de largo y diez de ancho, con un precioso paisaje costero y un envidiable emplazamiento en la entrada de la bahía de Westernport. Había alquilado un Branxton descapotable plateado en el aeropuerto, y con la capota bajada, el viento salado tiraba de su pelo haciéndolo parecer una bandera, llenándole la boca del mismo sabor a sal de su niñez.

Mientras conducía hacia el pequeño pueblo de Cowes, durante un momento volvió a ser la adolescente que iba a visitar a sus abuelos. Era difícil pensar que no iban a estar allí esperándola, ya que habían muerto cuando ella tenía veintidós años, tras más de cuarenta de matrimonio y a pocas semanas el uno del otro. Su madre había heredado la vieja casa, y su padre la había convencido de que se olvidara de aquella «antigualla». Estaba segura de que su madre lamentaba haberle hecho caso. Desde luego, ella sí. Los recuerdos empezaron a agolparse en su mente y le humedecieron los ojos. Donde estaba antes su casa había ahora un hotel, vió al pasar. Sus abuelos cultivaban achicoria antes de retirarse a su casa cerca del pueblo y los edificios en los que se troceaba y secaba la raíz de la achicoria salpicaban toda la isla.

Quizá Pedro pudiese encontrar allí una historia que contar sobre una industria olvidada. Incluso podía escribirla ella misma. Puede que él se riera de su intento, pero seguro que la apoyaba. Siempre lo había hecho. Durante un momento lo echó de menos con tanta intensidad que sintió dolor en el pecho. Ojalá..., pero no. Invitarlo a acompañarla habría sido tentar al desastre. ¿Es que aún no había aprendido que era mejor estar separados? Había dicho que la llamaría, pero no iba a esperar pegada al teléfono. Cuando la llamara, si es que lo hacía, tendría que guardar las distancias y mantener la cabeza fría.

El claxon de un coche sonó a su espalda y miró por el retrovisor sobresaltada. No podía ser. Sonriendo, paró en el arcén y esperó a que el otro coche también lo hiciera.

—¡Paula Chaves! ¡No puedes ser tú! —exclamó el conductor.

—Pablo Marshal... —contestó ella, encantada—. ¿Cómo has sabido que era yo?

—Eres difícil de olvidar. Me alegro de que la fama no se te haya subido a la cabeza hasta el punto de no saludar.

Ella se echó a reír y tuvo la sensación de que un gran peso abandonaba sus hombros.

—Eso jamás. Eres casi de la familia.

Los padres de Pablo tenían una tienda en Summerland Beach, donde una colonia de pingüinos establecía su territorio de cría cada año, lo que atraía a montones de turistas de todo el mundo. Cansado de tanta gente, durante las vacaciones Pablo pasaba más tiempo en casa de los abuelos de Paula que en la suya propia, y en ese momento ella lamentó no haberse esforzado por mantener el contacto.

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