lunes, 11 de junio de 2018

No Estás Sola: Capítulo 54

Cerró los ojos y casi ronroneó cuando él fue besándole el cuello hasta el punto de unión de sus senos. Cuando le sintió bajar la cremallera de su vestido, no protestó, lo mismo que tampoco lo hizo cuando se lo bajó hasta la cintura. Estaba demasiado ocupada con las sensaciones que la arrastraban. Sentía frío y calor alternativamente, y no tenía nada que ver con la noche, que era templada. Tenía que ser la boca de Pedro la responsable del fuego que le corría por las venas y que la hacía temblar. Con manos temblorosas le desabrochó la camisa y se la quitó. Por fin podía acariciarlo, recorrer los contornos de su torso, seguir bajando, más allá de la cintura de sus pantalones y aún más allá, hasta que su caricia consiguió que la respiración de Pedro se volviera entrecortada.

—Paula... —susurró él, y tiró de la chaqueta para que la arena no le tocara la piel.

Ella hubiera querido gritarle que se olvidara de ser civilizado, de la comodidad. Quería sentirlo loco de deseo por ella, más allá de la razón y del pensamiento. Y desde luego, más allá de las palabras. Él había elegido el lugar, y no podía culparla si ella retrocedía en el tiempo para encajar con lo que la rodeaba. A él parecía estarle ocurriendo lo mismo, a juzgar por su mirada, primitiva y peligrosa, y a juzgar por cómo la besó. Y ella se aferró a él, sintiendo el mundo arder en llamaradas. Las manos de Pedro, normalmente tan delicadas, se tornaron exigentes al explorar y recorrer su cuerpo hasta que ella enarcó la espalda de puro éxtasis. Su pasión era tenaz, pero de ella no le iba a la zaga. Tenía la sensación de haber despertado a un volcán.

Pero él quería más. Quería todo lo que ella pudiera darle. Quería darle todo. Terminó de quitarle el vestido y de desnudarse él, sin importarle si desabrochaba o arrancaba, ni dónde aterrizaban las cosas. Luego se arrodilló entre sus hermosas y largas piernas, adorándolas con sus caricias, consumiéndose en su propio fuego. Ya había descubierto que el cuerpo de Paula había cambiado, pero de un modo maravilloso, y volvió a maravillarse de lo suave y redondeado que era, con algunas líneas plateados en las caderas. ¿Cómo no se habría dado cuenta antes? Debían ser esas líneas de cuando las mujeres se quedaban embarazadas y engordaban, y de las que tanto se quejaban. Para él no eran más que una red de belleza que revelaba un misterio insondable para un hombre. Pasó un dedo por encima y ella se movió. No podía haberla hecho daño, pensó, confuso. Entonces comprendió que Paula era sensible a la más leve de sus caricias, no solo sobre aquellas marcas, sino dondequiera que la tocase. Y saberlo fue pura gloria para él.

—Ya, Pedro, ya —le rogó ella, levantando las caderas—. No puedo soportarlo más.

Pedro buscó en su cartera apresuradamente y el temblor de las manos le hizo más difícil protegerse. Deseaba a Paula tanto que a punto estuvo de olvidarse de las precauciones pero pudo ser lo bastante racional para protegerla. Cuando la penetró, sintió que ella lo rodeaba como seda líquida hasta que él pensó que iba a morir, pero consiguió mantener la cordura necesaria para moverse despacio.

—Por favor...

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