miércoles, 6 de junio de 2018

No Estás Sola: Capítulo 50

Cuando era pequeña, le dije a Paula que los pingüinos eran muñecos de cuerda que los policías ponían todas las noches en la playa para los turistas, y ella se lo creyó — dijo Pablo riendo.

Habían llegado al café tras una cena excelente y Paula estaba impresionada. Jimena, su mujer, era una gran anfitriona, así como una científica competente. Pablo y ella habían aceptado sin problemas que Pedro se uniera a la cena, Paula se preguntaba si verlos juntos le influiría de algún modo. ¿Alguna vez habría deseado tener lo que tenían ellos?

Antes de la cena, Pedro  le había leído un cuento a Franco, el hijo de dos años de Pablo y Jimena, y lo había hecho con tanta delicadeza e intensidad que a Paula se le había formado un nudo en la garganta. Luego el niño había insistido en que lo llevara a hombros a la cama, y por supuesto Pedro había accedido.

Sabía bien que la vida familiar no formaba parte de la experiencia de Pedro, pero todo el mundo podía cambiar. El perfeccionismo de su padre había dominado gran parte de su juventud, pero había tomado la decisión consciente de ser diferente, lo cual no le había resultado tarea fácil. Pero para cambiar, primero había que desearlo, ¿Y querría Pedro que las cosas fuesen distintas entre ellos? Tal y como estaban, ya lo tenía todo, y sin tener que renunciar a su preciosa independencia, ni comprometerse más allá del momento.

—Paula tenía solo... ¿Cuántos?, ¿Cinco años? —estaba diciendo Jimena, tras darle un empujón cariñoso a su marido—. Podrías haberle dicho cualquier cosa.

—Y seguramente lo hice.

—Yo era horrible con cinco años —dijo—. Flaca como una espátula y siempre demasiado alta para mi edad.

—Era curiosa como un mochuelo. Siempre quería saberlo todo —recordó Pablo—. Lo que me preguntaba una y otra vez era cómo los pingüinos encontraban el camino cada noche para volver a la playa.

—Y tú me dijiste que ponían carteles en su idioma —lo acusó.

—Era mejor que decirte que no tenía ni idea.

—Y claro —intervino Jimena —, un hombre es capaz de cualquier cosa antes de admitir que no sabe la respuesta a una pregunta, aunque tenga solo ocho años.

Pablo fingió sentirse ofendido.

—¿Vamos a tener que aguantar estos insultos, Pedro?

—Siempre puedes irte a la cocina a hacer más café —le sugirió Jimena, riendo.

Pablo suspiró, pero hizo ademán de levantarse.

—Yo lo traeré —dijo Pedro, levantándose —. Me toca a mí.

Paula también se levantó.

—Yo te ayudo. Ustedes dos ya han hecho bastante hoy.

Siguió a Pedro a la cocina y lo encontró mirando desconcertado a su alrededor.

—¿Por qué las mujeres tienen esa manía de esconder las cosas? No encuentro el café.

Sonriendo, Paula señaló la cafetera eléctrica que tenía casi delante de la nariz.

—¿No será esto, por casualidad?

—Te encanta meterte con Pablo y conmigo, ¿Verdad?

Paula le rozó suavemente la punta de la nariz y se preguntó si el vino que Jimena había servido con la cena no se le habría subido a la cabeza. Quizá un poco, pero lo más probable era que fueran los efectos secundarios de la tarde que había pasado con Pedro, antes y después de comer.

—No me negarás que es mejor que lo que tú creías que iba a hacer con Pablo.

Él se cruzó de brazos.

—Yo no había pensado nada.

—Claro que sí. Estabas celoso.

—De eso nada.

—Anda, deja de llevarme la contraria y ven aquí —dijo, y tiró de su brazo para besarlo.

Qué maravilloso era tenerlo en los brazos y sentir los suyos rodeándole el cuerpo.

—Esta noche estás muy atrevida —murmuró él.

—Échale la culpa a la carne roja.

Él enarcó las cejas.

—Si llego a saberlo, hubiera comprado media ternera.

Ella se rió.

—No nos ha ido mal con las ostras y los espárragos de lata.

—Lo qué pasa es que tú y yo nunca hemos necesitado afrodisíacos.

—Pues no —contestó casi sin voz.

—¿Podremos volver pronto a casa? —preguntó él, leyéndole el pensamiento—. No es que no esté disfrutando con la compañía de nuestros anfitriones, pero...

—Lo sé. A mí me pasa lo mismo.

—Entonces, ¿Qué estamos haciendo aquí?

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