lunes, 20 de marzo de 2023

Una Esperanza: Capítulo 40

 –¡Bien! Tenemos otros dos. ¡Mira, papá! Te estamos ganando.


Pedro sonrió y miró a su hija, que estaba pescando cangrejos al lado de Paula. Nunca la había visto tan animada. Había sido idea de ella hacer un concurso. Eran chicos contra chicas. Ahora ya no le molestaba que quisiera hacer equipo con Paula en vez de con él. Había pasado un mes desde la fiesta de Nicolás y las cosas habían cambiado bastante. Ahora sabía que su hija lo quería y ya no sentía que tenía que sujetarla para no perderla. Como siempre, Paula había estado en lo cierto. Todo lo que la niña necesitaba era espacio y algo de libertad. Miró a Paula. Intentaba aparentar que se lo pasaba bien cuando él sabía que hubiera preferido estar a diez metros de los cangrejos. Lo hacía todo por Valentina. Era una mujer muy generosa. Pedro sacó su caña del agua y la sacudió a propósito para que el cangrejo que la sujetaba no llegara al cubo.


–¡Qué mala suerte! –le dijo Paula.


Él la miró. Le brillaban los ojos y llevaba el pelo recogido en un moño. Era preciosa. Darse cuenta de ello fue como un puñetazo en el estómago. Y entonces ella le sonrió. Sabía que estaba dejándose ganar y quería que supiera que le gustaba lo que estaba haciendo. El estómago le dió un vuelco. Todo iba volviendo a la normalidad de una forma natural, sin que tuviera que intentarlo con tanto ahínco como antes. Intentó clavar un trozo de panceta en el anzuelo, pero le temblaban tanto las manos que se le cayó. Había pasado casi un mes desde el beso. Creía que ya se habría olvidado, pero era todo lo contrario. No pensaba en otra cosa que no fuera besarla de nuevo. Pero, tal y como Paula le había dicho, lo importante era Valentina y tenían que concentrarse en ella. El beso había sido un desliz. Cuando entró aquel día en el dormitorio de Paula, había pensado en decirle que intentaran ver adónde los llevaba todo aquello, ahora se daba cuenta de que habría sido un error.


–Treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve… Me han ganado y por mucho, chicas.


«¿Chicas?», repitió ella para sí misma. Lo cierto era que se sentía como una jovencita de dieciséis años. Desde luego, no actuaba como un adulto. Si lo fuera, no estaría colgada de su jefe como lo estaba. Todo estaba siendo demasiado complicado. Tenía que fingir que su presencia no le importaba y que su corazón no se derretía cuando lo veía con su hija. Estaba en un callejón sin salida. Lo quería y no sabía qué iba a hacer. Le parecía patético quedarse allí, pero sabía que irse sería mucho más duro. Padre e hija se llevaban cada vez mejor, pero sólo era el principio. Decidió que se iría unos meses después, cuando estuvieran más asentados.

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