viernes, 17 de marzo de 2023

Una Esperanza: Capítulo 35

Pedro no estaba preparado para ver lo que vió. No reconoció a la niña que lo miraba desde el umbral, con una expresión esperanzada en los ojos. Su niña pequeña se había esfumado, dejando paso a una extraña con el pelo cortado a capas y sobre los hombros. No llevaba el vestido que esperaba ver, sino unos pantalones vaqueros de color rosa y una camiseta plateada y brillante. Tenía mangas y no mostraba más piel de la cuenta, pero le pareció demasiado para su pequeña. Se puso de pie al instante.


–¡Dios mío! ¿Qué llevas puesto?


–¿No te gusta? Paula me ayudó a elegirlo –repuso la niña decepcionada.


Pedro miró con enfado a Paula, que también parecía molesta.


–Está preciosa, ¿Verdad, Pedro? –comentó ella con énfasis en cada palabra.


Iba a contestarle cuando vió algo brillar en las orejas de su hija.


–¿Se ha agujereado las orejas? ¿A su edad? ¡Quítatelos ahora mismo!


Valentina se llevó las manos a los pendientes. Ahora ya reconocía la expresión. Su cara le decía que lo odiaba con toda su alma.


–¡Siempre lo arruinas todo! –gritó la niña saliendo de allí y subiendo a su dormitorio.


Pedro se volvió hacia Paula.


–¿Cómo te atreves? ¿Cómo te has atrevido a hacerle eso a mi pequeña?


Paula apretó la mandíbula y se quedó callada.


–Estoy esperando. ¿En qué demonios estabas pensando?


Ella miró al suelo. A Pedro le parecía que estaba a punto de explotar y decirle todo lo que se había estado guardando dentro. Pero no lo hizo.


–Tienes derecho a estar enfadado. Me equivoqué al dejar que lo hiciera sin tu permiso. Lo siento de verdad. Pero nos dejamos llevar y…


No entendía que no protestara y le dijera que se calmara, que no era como si le hubiera comprado a su hija una minifalda y un minúsculo top. Sabía que casi todas las chicas de la clase de su hija llevaban pendientes. No podía creerse que se guardara su ira y no le dijera nada. Se dió cuenta entonces de que quería que discutiera con él. Estaba harto de ver cómo enterraba todas sus emociones. Sintió la urgencia casi infantil de empujarla hasta el precipicio, de conseguir que perdiera el control. Quizá ella también lo quisiera.


–¡Eres una cobarde, Paula!


–¿Que soy qué? –repuso ella controlando su enfado.


–Ya me has oído. Crees que no estoy siendo razonable y no tienes el valor de decírmelo.


Quería verla enrojecer y que sus ojos brillaran con furia, como lo estaban haciendo en ese instante.

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