viernes, 22 de octubre de 2021

La Heredera: Capítulo 70

Pedro recordó la dulzura de sus besos, la forma que tenía de acurrucarse junto a él en la cama. Seguramente ella desconociera su sensualidad, enterrada bajo la apariencia de la mujer de negocios. Frenó un poco y se desabotonó el cuello de la camisa. ¿Qué estaba ocurriendo? Apretó con tanta fuerza el volante que estuvo a punto de romperlo. ¿Acaso se sentía atraído por la hija estirada, consentida y mal hablada de un rico industrial? Ella representaba todo lo que él despreciaba. Su madre lo había educado para que no fuera como ellos. Siempre se había burlado de ese mundo. No podía sentir nada por ella, aunque besara como un ángel. Recordó el estremecimiento de Paula cuando él había señalado que la pasión la asustaba. Y su expresión cuando había repetido, con escepticismo, que ella lo amaba. Desde luego, había tocado su fibra en ese momento y él había estado demasiado furibundo para darse cuenta. Deseaba poder volver atrás en el tiempo. No podía soportar la idea de haberla herido de ese modo. Se relajó y respiró hondo. De pronto, lo vió todo claro. Era suya y solo tenía que creérselo. Miró el paisaje. El campanario de una iglesia sobresalía detrás de una colina, enmarcado en el cielo gris. Sonrió.


—Solo hay una cosa que se puede hacer —dijo en voz alta— y será mejor que me dé prisa. 





Paula llegó a Nápoles a la hora prevista. Fue en taxi hasta el aeropuerto, donde la esperaba un helicóptero. Subió a la parte de atrás y colocó la maleta sobre su regazo. Aparentó tranquilidad, aunque era la primera vez que montaba. Pero no pudo reprimir un grito de asombro cuando sobrevolaron San Giorgio. Tamara le había dicho que se trataba de un castillo, pero era más bien una fortaleza erigida en lo alto de una colina. Era un lugar aislado por un acantilado, a cuyos pies rompían las olas sobre una playa desierta. Se veía una escalera, esculpida sobre la roca negra que bajaba hasta la costa. No había ninguna carretera a la vista, y pensó que nunca había visto un lugar tan desolador en toda su vida. El helicóptero aterrizó sobre un promontorio al borde del acantilado. Después de despedirse del piloto, saltó a tierra y se dió de bruces con Pedro. El ruido de las hélices apagó su voz y Pedro no pudo escuchar su petición de socorro, pero era cómo si hubiera leído sus labios. A modo de respuesta, él sonrió. Tenía el pelo alborotado y húmedo. La camisa se pegaba a su torso a causa del vapor de agua. Ella tenía las manos pegajosas a causa del sudor. Pedro agarró la maleta y la condujo  de la mano hasta el castillo. Abrió una puerta de roble e hizo pasar a Paula. El ruido del helicóptero se desvanecía en la distancia.

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