lunes, 4 de octubre de 2021

La Heredera: Capítulo 31

 —Puede que esto haya sido un error.


—Oh, no lo creo —sonrió Paula—. Puede que le cueste aceptarlo al principio, pero ya lo comprenderá. Créame, me necesita.


Pedro estaba anonadado. Dejó de mirarla como un tigre que mira a su presa. Se sentó muy erguido y su mirada se oscureció. Hasta un observador imparcial hubiera advertido que estaba temblando. 


Paula estaba excitada. Había demostrado a Pedro Alfonso que se enfrentaba a un igual. Después de aquello, la cena no resultó un éxito. Pedro se mostró brusco y ella, pasada la alegría inicial, estaba asustada. Temía que él se echara atrás y decidiera no contratarlos. Se sintió aliviada cuando pagó la cuenta y la ayudó a ponerse la gabardina.


—La llevaré a casa.


—No es necesario. Puedo llamar un taxi.


—Siempre acompaño a mis citas a su casa.


—Yo no soy una cita.


—Si me repite una sola vez más que salir con hombres la aburre... — tronó, con cara de pocos amigos— tendré que tomar medidas drásticas.


Paula aceptó sin decir nada. Pensó que sería lo más sensato. Pedro aparcó el coche y la acompañó hasta el vestíbulo, inmune a sus indirectas.


—Comprenderá que no lo invite a subir —dijo finalmente Paula.


—Me molestaría si lo hiciera —replicó Pedro.


—¿Por qué?


—Bueno, el juego dejaría de tener interés. ¿Qué reto supondría entrar en su departamento si usted me invita la primera noche? —preguntó y llamó al ascensor—. La acompaño hasta la puerta.


Subieron hasta su piso. Pedro iba canturreando, mientras que Paula estaba atónita. Sin hablar, caminó hasta una puerta y se apoyó de espaldas, como un prisionero que se enfrenta a un pelotón de fusilamiento. Tenía la mano estirada delante como una bayoneta. Él sonrió con amabilidad, ignoró la mano y la tomó en brazos con total naturalidad. La sujetó entre sus brazos y la obligó a inclinarse como en una coreografía. Ella se habría quedado de piedra si no hubiera tenido la certeza de que estaba bromeando. Miró por encima de su hombro al techo del pasillo. 


—«Gracias por una maravillosa velada, Pedro» —ironizó él.


—Súbame —gritó Paula algo mareada—. Nunca perdonaré lo que...


De pronto, el techo desapareció y Paula comprendió que un hombre que no paraba de reír también podía besarla. Un beso que implicaba un torrente de emociones. Puede que no existiera pasión a los ojos de Pedro. Puede que no fuera más que simple curiosidad para él. Pero para ella, que no estaba acostumbrada a ese tipo de despedidas, había suficiente electricidad en ese beso para iluminar varias ciudades. Ni siquiera Julián, en la época en que lo amaba y se sentía amada por él, había provocada nada semejante con un simple beso. Aterrorizada, empujó a Pedro con todas sus fuerzas. Se puso derecha con esfuerzo, apoyada en una cómoda del pasillo. Había derribado un jarrón francés y el agua de las flores goteaba. Pero no cayó en la cuenta. Perdió un zapato. Lo recuperó y se lo puso con rabia. Sentía escalofríos.


—Si vuelve a tocarme —dijo entre dientes—, dimito.


Cerró la puerta de su departamento de un portazo. Escuchó un golpe seco en el exterior y un gran estrépito. Aparentemente, la cómoda se había caído. Por un momento, se sintió culpable del desastre. Pero inmediatamente se rehizo. La culpa había sido de Pedro Alfonso. Él podría ocuparse de los desperfectos. Echó el cerrojo de la puerta y se fue a la cama. 

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