lunes, 11 de octubre de 2021

La Heredera: Capítulo 45

Todos sus instintos zumbaban en su cabeza. De pronto, entre tanta confusión, una idea surcó su mente con claridad y la expresó sin pensar.


—Todo esto es porque dije que necesitabas mejorar tus modales, ¿Verdad?


Pedro se mesó los cabellos en un gesto de desesperación. Se volvió para darle la espalda. 


—¡Claro que no!


Paula se sentía ridícula y estaba temblando. Trató de calmarse y adoptó un tono conciliador en la medida de lo posible.


—Dejémoslo así —dijo—. El sábado estabas algo descentrado.


Pedro no respondió. Pero Paula, impelida por algún demonio interior, consciente de que lo que estaba diciendo era un error, no pudo parar.


—Y no sentí pánico. Soy una mujer madura. No me asusto solo porque un gamberro me ponga la mano encima. Puedo...


Pedro giró sobre los talones. Paula dejó de hablar de inmediato. Había tanta ira en su mirada, que sintió terror. Sin poder evitarlo, reculó hacia la pared. Él esbozó una sonrisa triste.


—¿Todavía no se ha asustado, señorita Chaves? Estoy impresionado.


Paula estaba sin aliento. Era como adentrarse en un terreno inexplorado sin brújula.


—Yo nunca me asusto —dijo lentamente.


Y era verdad. Siempre había tenido los nervios de acero. Había cometido errores, había ido más allá de sus posibilidades y había metido la pata en más de una ocasión. Pero nunca antes había perdido el control. Lo miró con los ojos muy abiertos. Empezaba a ser consciente de que, tanto la situación como su propia reacción, eran algo nuevo y desconocido para ella. Nunca antes se había sentido así y no sabía cómo actuar. El fuego en la mirada de él se apagó paulatinamente. El silencio se alargó. Pedro se dió la vuelta mientras sacudía la cabeza. Paula sintió un leve escalofrío.


—Tengo que irme —repitió.


—Te llamaré en cuanto haya leído el informe —dijo Pedro, de espaldas a ella.


 —¿Qué?


Pedro estaba apoyado con ambas manos sobre la mesa, la cabeza gacha. La luz de la lámpara de mesa iluminaba sus manos. Estaban blancas como el mármol. 


—Puede que yo no sea la única que tiene miedo —dijo de pronto Paula.


—Es posible —susurró Pedro, y sus manos se crisparon.


Paula no estaba segura de haber entendido con claridad sus últimas palabras. Pero Pedro se irguió y añadió, con su tono de voz normal:


—Vas a llegar tarde a tu cita.


Paula estaba confusa. Pedro se giró y le dedicó una amable sonrisa, que contradecía la elocuencia de su mirada.


—Vete. Ya hablaremos más tarde. 


Paula se marchó, aturdida.


Pedro la citó para el día siguiente. Eligió su mejor traje y se puso unos pendientes dorados que su padre le había traído de Oriente. Los pendientes siempre lograban que se sintiera como una actriz en un escenario. Necesitaba un empujón para enfrentarse con garantías a la figura de Pedro Alfonso. La cordialidad de su recibimiento la intimidó. Él la hizo pasar a su despacho como si se tratara de un miembro de la familia real y pidió café.


—No quiero que me pasen llamadas —dijo—. La señorita Chaves y yo tenemos mucho que discutir.


—Creo que sería una buena idea llamar a sus socios —anunció Paula tras un carraspeo.


—Más tarde —desestimó Pedro.


Esa mañana estaba recién afeitado y bien peinado. Pero Paula no podía olvidar su aspecto del día anterior, despeinado y con la sombra de la barba. Ocultó esos pensamientos en la trastienda de su cabeza. 

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