viernes, 8 de octubre de 2021

La Heredera: Capítulo 38

Ludmila le prestó un vestido corto, negro, de alta costura, y un chal de seda con un exótico dibujo de vivos colores. Paula miró el conjunto con cierta indiferencia frente al espejo de su dormitorio, y se encogió de hombros. Avisó a los porteros para que pidieran un taxi. También le había dejado una capa de algodón. Se ató el cordón alrededor del cuello y admitió que necesitaba un nuevo corte de pelo. Se recogió el flequillo con una horquilla, excepto un mechón suelto para cubrir la cicatriz. Echó la esclavina sobre los hombros y bajó las escaleras. El portero estaba de pie junto a la entrada y meneaba la cabeza con desaprobación.


—Hace más de media hora que no aparece ningún taxi —dijo—. Iría hasta Kensington High Street para localizar alguno, pero tengo que esperar hasta que regrese la señora Henderson.


Era una mujer muy mayor, que iba en silla de ruedas, y necesitaba ayuda para subir la rampa hasta el vestíbulo. Paula hizo una mueca de disgusto.


—Ya veo que la noche no empieza bien —dijo resignada—. No se preocupe. Ya me las arreglaré.


Rechazó el paraguas que le ofrecía el portero, temiendo dejárselo olvidado en algún sitio. Se cubrió con la capa cuanto pudo y salió a la carrera bajo la lluvia. Iba maldiciendo a todas las madrastras del mundo, el teatro y la vida social. Había un enorme coche gris parado en la entrada del edificio. Lo esquivó sin prestar atención, pero entonces oyó bajarse la ventanilla y escuchó una voz familiar.


—¿Vas a algún sitio?


Era lo que le faltaba para que la noche fuera un completo desastre. Se detuvo y dio media vuelta. Sentía las gotas de lluvia sobre la cara y sintió ganas de estornudar.


—Si has venido a buscar el informe, tendrás que esperar.


Pedro Alfonso no respondió enseguida. Se limitó a mirarla desde el interior de su limusina. Tenía la famosa mirada que ya había mostrado en su primer encuentro. Una mirada que venía a significar que con un simple gesto de su mano podría poner el mundo a sus pies, ella incluida. Odiaba esa mirada y el silencio que la acompañaba. Se sentía víctima de una cacería. Golpeó los pies contra el suelo para no quedarse fría mientras pensaba en una respuesta. La puerta de la limusina se abrió.


—Puedo llevarte a cualquier sitio —ofreció Pedro.


—No, gracias. Voy al teatro. Tomaré un taxi.


—No encontrarás un solo taxi libre a estas horas en sábado. Sube, te llevaré hasta allí.


Paula aceptó. Se deslizó en el interior tapizado de cuero beige. La puerta se cerró tras ella con un golpe sordo. Un cristal separaba la zona del conductor de los asientos de atrás. Mientras se quitaba la capa y se secaba las manos, Pedro se inclinó hacia delante y cerró de golpe el cristal de separación. Ella boqueó como un pez. Lo miró fijamente, del todo inmóvil. Se sentía completamente desnuda; estaba paralizada. Pedro acarició su mejilla. Fue tan fugaz que creyó haberlo soñado. Sin embargo, un escalofrío le subió por la espina dorsal. Todo su cuerpo vibró y recuperó la vida que había quedado suspendida un momento antes. Cerró la boca y trató de tragar saliva.


—¿Vienes directamente desde el aeropuerto? —preguntó con falsa naturalidad.


—Desde luego. 

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