lunes, 11 de octubre de 2021

La Heredera: Capítulo 41

 —Paula, no me mires así. Yo no quería...


—Ya lo sé. Ha sido la química —vociferó con inusitada violencia—. Algo que escapa a tu control y al mío. La excusa perfecta para justificar cualquier acto.


—No es una excusa —razonó—. Es un hecho.


Entonces, él volvió a acariciarle el rostro en señal de impotencia para refrenarse. Paula se estremeció, acuciada por un deseo que nunca antes había experimentado. Se escudó en la rabia que sentía y se encaró con él.


—¡Química! ¡Menuda estupidez! Lo que tú necesitas es una lección de civismo y buena educación.


Pedro dejó caer la mano. El coche dobló en la Avenida de St. Martin. Los neones de los cines, los teatros y los restaurantes se confundían con las luces de los coches, que parpadeaban por todas partes. Los carteles estaban borrosos a causa de la lluvia. Annis se pasó la mano por la cara con rabia.


—La gente civilizada no se comporta de ese modo —dijo.


Pedro no dijo nada. Se limitó a guardar silencio. El semáforo se puso en rojo. El coche se detuvo junto a la acera. ¿Por qué no decía nada? Paula sintió las lágrimas aflorar de nuevo. No podía entenderlo. Se sentía como una adolescente, confusa y excitada.


—Esto es una locura —explotó al fin.


Forcejeó un momento con la manilla de la puerta y bajó del coche entre el tumulto de viandantes que caminaban en todas direcciones.


—Gracias por traerme —mintió.


Cerró la puerta y se abrió paso entre los coches sin mirar atrás. 




Paula apenas prestó atención a la obra. No podía dejar de pensar en Pedro, en todo lo que había dicho y en cómo la había mirado. En el incontrolado arrebato de pasión en la limusina. A salvo en la oscuridad del teatro, tuvo que admitir que Pedro no había sido el único que se había dejado llevar por un impulso. «¿Qué me está pasando? Yo no soy así», pensó. No dejaba de frotarse los labios con la mano, pero no lograba desprenderse de la impronta que el beso de Pedro había dejado en su boca. La cena podría ser un auténtico desastre. El apuesto rostro de Cristian de Witt, sentado frente a ella, se desvanecía para dejar paso a los rasgos duros que marcaban la expresión furiosa de Pedro. Y después se transformaban en el rostro inexpresivo y la mirada espantada, cuyo significado ignoraba. Tenía verdaderas dificultades para mantener el hilo de la conversación sin perderse. Afortunadamente, el restaurante estaba abarrotado y todos los comensales se afanaban en atraer la atención de Cristian de Witt. Acudían en tropel, sin cesar, para felicitarlo o intercambiar tarjetas de visita. De hecho, había tanta gente que la mayor parte del tiempo estaba hablando con alguien y dando la espalda a su invitada. Era una suerte que Cristian ni siquiera hubiera notado lo distraída que estaba. Finalmente, la acompañó a su casa en un taxi.

No hay comentarios:

Publicar un comentario