viernes, 15 de octubre de 2021

La Heredera: Capítulo 55

 —Algunas personas evitan el compromiso y se lavan las manos — recalcó.


Salió del coche sin mirar atrás. Estaba satisfecha, pero había dejado un problema sin resolver. Ahora no podía dejar de acudir a la gala. Si lo hacía, tendría que rendirse ante la evidencia, y dar la razón a Pedro. Y no estaba dispuesta a pasar por ahí de ningún modo. Muy al contrario, decidió que lo dejaría fuera de combate. Era mucho más que una profesional y pensaba demostrárselo. Haría que Pedro Alfonso se arrastrase ante ella aunque fuera lo último que hiciera en su vida. Asombraría a todas esas antiguallas con sus vestidos pasados de moda. 




Ludmila no tuvo tiempo de subirle el vestido en persona. Dejó a cargo de los porteros una bolsa de plástico junto con una nota. "Hemos salido con los niños a cenar pizza y no regresaremos a tiempo. Aquí tienes el traje de noche y mi gargantilla de oro, si no encuentras nada más apropiado. Te aseguro que estarás irresistible. ¡Disfruta!" Asombrada, Paula retiró el papel que cubría el vestido. Había confiado en que Ludmila subiría con él y la ayudaría a arreglarse. La nota le produjo un cierto desasosiego. Se sintió algo desamparada, pero tan pronto como echó un vistazo al traje, comprendió por qué su amiga se había escabullido. Era un vestido beige de satén, sin tirantes, y abierto por la espalda hasta la cintura. Estuvo a punto de perder el equilibrio, mareada por el perfume que llevaba. Corrió a su habitación para inspeccionar su vestuario, pero sabía que era inútil buscar un recambio en su armario. Llamó a Diana por teléfono.


—No me lo digas —se adelantó su madrastra—. No vas a venir. Todo el mundo está convencido de que no aparecerás.


Paula estaba a punto de confirmar ese punto, pero frenó el impulso. Eso también incluía a Pedro Alfonso, no cabía la menor duda. Pero no iba a permitir que se saliera con la suya.


—Claro que iré —masculló—. Pero voy a retrasarme un poco.


—Te dejaré la entrada en taquilla —prometió Diana.


Una hora más tarde, Paula hacía su entrada en el gran salón de baile de la mansión victoriana que la organización había alquilado para la celebración de la gala. Había unos enormes candelabros de siete brazos en el vestíbulo, y todo el local desprendía un fuerte aroma a lirios y azucenas. Las molduras de yeso doradas brillaban a la luz de las velas y despedían destellos por todo el salón. Pero no era muy consciente de la decoración. Nunca antes había sido tan consciente de su propia presencia. El traje de Ludmila estaba cortado al bies. Eso significaba que, al bailar o al caminar, el traje se movería acompasadamente. Pero si se quedaba quieta, se ceñía a su cuerpo. ¡Y de qué manera! Ivana fue la primera que la vió y fue inmediatamente a su encuentro. 


—¡Caramba! Estás radiante —dijo con asombro—. Casi no te reconozco.


—Pues ya somos dos —dijo Paula.


Paula se fijó en Ivana y parpadeó. Vestía de negro. Llevaba un vestido de cuello alto y de manga larga. Todo ello coronado por un broche.


—Parece como si hubiéramos intercambiado nuestro estilo.


—No lo dices en serio —rió Ivana.


—Me siento muy rara.


—Estás genial —dijo Ivana—. ¿No te sientes especial esta noche?


—Me siento —precisó Paula— como un viejo coche al que hubieran dado una mano de pintura. Bajo la apariencia de novedad se adivinan todos los golpes de la carrocería.


—Desde luego —admitió Ivana— no dejas mucho a la imaginación.


—Todo el mundo nos está mirando —susurró al oído de su hermanastra.


—Ya lo creo —dijo Ivana, complacida.


Paula llevaba el collar de rubíes de su madre. Era un poco anticuado, pero las piedras conferían a su piel una blancura de porcelana. La piedra que remataba el collar no dejaba de saltar sobre su piel, al mismo ritmo que marcaba su corazón. 

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