lunes, 27 de febrero de 2023

Venganza: Capítulo 68

 –Habla por tí mismo. Yo soy completamente capaz de controlarme.


–¿Como hiciste después del entierro de tu padre? ¿O en mi departamento de Atenas? ¿Es así como te vas a controlar?


–¿Sabes qué, Pedro? –dijo ella, poniéndose en pie–. Que me marcho.


–De eso nada.


La autoridad de su voz hizo que Paula se volviese a sentar. Él agarró su copa, dió un buen trago y se tomó un momento para tranquilizarse.


–Te marcharás cuando hayas oído lo que tengo que decirte.


–Ya he oído suficiente, gracias.


–No –respondió Pedro, bajando la vista a su copa y haciéndola girar entre los dedos–. Hace no tanto tiempo me dijiste que me habías querido.


–¿Y?


–Eso me ha llevado a una sorprendente conclusión –continuó él, levantando la vista.


Paula lo miró a los ojos con el ceño fruncido, pero con ternura al mismo tiempo.


–Te apuesto lo que quieras, Paula Chaves… A que todavía me quieres.



Paula sintió que le ardía el rostro de la humillación. «Estúpida, estúpida, estúpida», pensó. Levantó las manos para intentar cubrirse el rostro, pero ya era demasiado tarde, Pedro la había visto. Lo sabía. Había pasado demasiado tiempo intentando ocultarlo, ocultárselo a él y a sí misma, a todo el mundo, y por un instante de patética esperanza había pensado que Pedro iba a decirle que era él el que la amaba. Era evidente que se estaba volviendo loca. Estaba enferma. Se agachó para tomar su bolso. Iba a marcharse y Pedro no podría hacer ni decir nada para detenerla. Echó la silla hacia atrás haciendo ruido y se puso en pie. Pedro la imitó. Paula notó su mirada clavada en ella, poniéndole la piel de gallina, como si la hubiese tocado para detenerla, pero no lo había hecho. Empezó a moverse, avanzó entre las mesas y pasó por delante del maître, que estaba en la entrada, convencida de que, en algún momento, notaría los dedos de Pedro agarrándola con fuerza del brazo, pero no. Salió a la calle, bajó los escalones a toda prisa y llegó a la acera. Se detuvo allí un instante, sin saber qué hacer, con el corazón retumbándole en los oídos. Llovía suavemente y las calles de Londres estaban mojadas. Giró a la derecha sin saber adónde iba, solo que quería alejarse de él y estar sola para poder lamerse las heridas. Caminó a paso ligero y se fue girando de vez en cuando para mirar por encima del hombro, a ver si Pedro la seguía. Se sintió aliviada y decepcionada a partes iguales al no verlo. Atravesó el parque de St. James, donde había gente paseando a sus perros, amantes que iban agarrados del brazo, hasta que llegó a la estación de Embankment y allí se apoyó en una pared y respiró hondo. El río Támesis fluía lentamente ante sus ojos, las luces bailaban sobre la superficie negra, pequeños barcos se deslizaban por ella, todo ajeno a su dolor.

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