miércoles, 3 de febrero de 2021

Perdóname: Capítulo 76

Docenas de velas iluminaban el interior del museo del Pony Express, que había pertenecido a la familia de Leticia durante generaciones. La rústica cabaña de madera, saturada de fragancias a rosas blancas, gardenias y aliento de bebé, había sido transformada en una pequeña iglesia en la pradera. Paula caminaba de la mano de su futuro marido por la hierba sintiendo que tenía alas en los pies. Ambos llevaban los trajes que habían comprado para la fiesta del fin de semana anterior, y ella estaba convencida de que era una princesa que, mágicamente, se uniría por fin a su príncipe. Desde el momento en que Pedro los arrastró a ella y a Baltazar al aeropuerto, todo había adquirido un cierto aire de irrealidad. La compañía aérea Giraud los había llevado de vuelta a Nueva York. Acurrucada en brazos de él durante todo el trayecto mientras el bebé dormía, ambos se habían comunicado en silencio, habían bebido el uno en los labios del otro, habían reído, llorado, tocado, abrazado. Lo que les había ocurrido era algo demasiado precioso y maravilloso como para asimilarlo. Lo único que podían hacer era mostrar lo que sentían el uno por el otro y dejar que los corazones hablaran. Por fin, en la iglesia, podían expresar sus sentimientos con palabras que habían necesitado decir durante casi un año.


—Yo, Paula Chaves, te tomo a tí, Pedro Alfonso, por mi legítimo esposo, para honrarte de ahora en adelante hasta que la muerte nos separe —declaró Paula con voz lacrimosa—. Prometo amarte y respetarte, cuidarte y adorarte, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza.


—Lo sé —dijo Pedro con los labios, sin voz, besando la mano que sujetaba.


—Prometo seguirte a donde vayas, ser tu consuelo y tu apoyo, ser todo lo que requieras de mí —continuó Paula—. Te amo, adorado mío.


Los ojos de Pedro brillaron como si se tratara de raras gemas verdes. El párroco se aclaró la garganta.


—Y ahora, Pedro, repite conmigo: Yo, Pedro Alfonso, te tomo a tí, Paula Chaves, como legítima esposa… 


Paula escuchó cada palabra bebiendo cada una de las promesas de Pedro con cierta extrañeza.


—Juro amarte hasta la muerte. Si yo me fuera antes, juro esperarte. Si te fueras antes tú, juro vivir para estar contigo para siempre. Te amo, mi amada.


El párroco les sonrió a los dos.


—Este hombre y esta mujer han consagrado su mutuo amor y han intercambiado sus promesas delante de la familia y los amigos, y por eso yo ahora los proclamo marido y mujer. Que la unión aumente el júbilo que sienten el uno en el otro, que siga siendo fructífera y que los mantenga en el mundo que han de vivir. Amén. Pedro, si tienes un anillo para la novia, puedes dárselo ahora.


Paula alargó la mano para que Pedro le pusiera un anillo de oro blanco. Estaba tan feliz que apenas podía respirar. El párroco entonces se volvió hacia ella.


—¿Tienes tú algún detalle de amor que darle a tu marido?


—Lo tengo.


Los ojos de Pedro se abrieron expectantes mientras la madre de Paula daba un paso adelante y le tendía a su hija el anillo que había comprado un año antes, cuando se comprometieron por primera vez. El anillo había estado guardado durante todo ese tiempo. En una de las conferencias de un colega, Pedro había hablado sobre los ópalos y, casualmente, había mencionado que el novio debía considerarse afortunado si recibía un anillo de dos ópalos el día de su boda, porque era una piedra preciosa rara y bella. Paula, tras enamorarse de él, había ido a una joyería en la que vendían ópalos australianos. En una ocasión Pedro la había llamado y le había pedido que lo acompañara a una tienda. En ella, sobre un tapete de terciopelo, él le había mostrado un ópalo negro con un estrato verde del color exacto de sus propios ojos. La piedra era cara, pero Paula decidió que tenía que comprarla, y estuvo ahorrando hasta que pudo encargar que de la montaran en un anillo de oro. 

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