lunes, 1 de febrero de 2021

Perdóname: Capítulo 70

 —¿Seguro?


—Sí.


Solo había una persona en el coche que detestara más que él la idea de poner los pies en casa de sus padres, y esa era Paula. Algo la forzaba a actuar de ese modo, algo secreto.  Pedro estaba decidido a enterarse de qué era o a morir en el intento. 


Para la mayor parte de la gente los nombres de Guggenheim, Carnegie, Vanderbilt, Frick o Astor, eran nombres de ricas familias de América que habían construido sus fabulosas mansiones en la North Shore de Long Island, la llamada Gold Coast. Cuando Pedro llevó a Paula a conocer a su familia por primera vez, ella no tenía ni idea de que la casa de sus padres se llamara Castlemaine Hall, no sabía que su casa fuera una exquisita mansión estilo Carlos II con jardines, construida en 1903 en North Shore, con sesenta acres de terreno, ni que la hubiera construido su tatara-tatara-abuelo, Alberto Alfonso, un importante deportista y financiero. Aquella había sido la residencia de los Alfonso durante generaciones pero, según parecía, cuando Horacio Alfonso, el padre de Pedro, se casó con Ana Zolezzi, la hija de un magnate griego, Castlemaine Hall se llenó de antigüedades del siglo dieciocho hasta parecer un museo. 


Al principio, en aquel entonces, cuando la limusina que los recogió en el aeropuerto se detuvo frente a Hall, Paula creyó que Pedro estaba bromeando. Supuso que aquella sería una de las fabulosas mansiones registradas en el National Register of Historie Places que los turistas solían visitar. Luego, cuando dos sirvientas de la casa aparecieron frente a la puerta para saludar a Pedro, el hijo pródigo, y llevar sus maletas, ella comprendió que aquella era su casa. Pronto descubrió que la mansión, efectivamente, estaba en el registro histórico: inscrita como ejemplo del buen vivir. Pedro la detestaba. La llamaba monstruosidad porque decía que no tenía derecho a existir cuando había tanta gente que no tenía hogar. Durante aquella primera estancia, que hubiera debido durar solo dos días, no logró desembarazarse de la sensación de que aquel no era su sitio. El imprevisto viaje de él a Kentucky, sin embargo, había prolongado la estancia. Y fue entonces cuando ocurrió la pesadilla. En esa ocasión, y como si se tratara de un déjá vu, las mismas sirvientas salieron a la puerta a darles la bienvenida. No obstante había importantes diferencias. Había media docena de coches aparcados en el patio, y ellos llegaron en un taxi, con Baltazar en brazos. Las sirvientas comenzaron a montar un barullo alrededor del bebé. Paula creyó que jamás entrarían en la casa. Pedro notó su fatiga y ordenó al personal que llevara las maletas. Cuando le explicaron que la señora Alfonso había dispuesto que ella ocupara el dormitorio azul, igual que la vez anterior, él dijo:


—Paula y el niño se quedarán conmigo en mi dormitorio. ¿Les importaría llevar la cuna allí? Nuestro hijo necesita echarse la siesta antes de la fiesta.


Paula no se atrevió a protestar delante del personal, pero sí dijo algo al respecto cuando Pedro y ella subieron las colosales escaleras y entraron en la suite palatina de él, situada en una de las alas de la mansión.


—Yo no puedo dormir aquí, Pedro. No soy ni tu novia ni tu mujer. Al traerme a este dormitorio, los rumores correrán como la pólvora. El otro día, cuando tu madre vino al remolque, se marchó convencida de que estaba comprometida con otro hombre. Puede que a tí no te importen los convencionalismos, pero a mí sí.


Pedro se paseó por la habitación con Baltazar en brazos y con una sonrisa arrogante.


—Nuestro hijo es prueba suficiente de la relación que hemos mantenido. ¿De verdad crees que el hecho de estar en habitaciones separadas va a evitar que la gente hable lo que quiera? Y, en cuanto a lo de mi madre, nos encontró juntos en el remolque, así que ya se habrá hecho su idea.


—¡Pero aquí solo hay una cama, Pedro! —exclamó Paula comprendiendo que la situación se le escapaba de las manos.


—Yo dormiré en el diván, como cuando era pequeño. Balta, ¿Sabías que sacaba el saco de dormir y fingía estar en un safari en Kenya? Estoy seguro de que el saco sigue por aquí, en alguno de estos armarios. Echaremos un vistazo.


Durante las dos semanas que llevaban juntos, Pedro se había mostrado razonable hasta cierto punto. Desde la visita a Denver, sin embargo, algo había cambiado. Se había vuelto implacable. Paula estaba preocupada, temía no poder prever su conducta. Al contrario, cada vez se veía más obligada a ponerse a la defensiva.


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