lunes, 8 de febrero de 2021

Enemigos: Capítulo 8

 –Creía que me habías traído porque soy buena haciendo mi trabajo.


–También tienes que vigilar a Pedro Alfonso. No se puede confiar en él. Han entrado ya dos veces en la obra y han destrozado cosas.


Se puso en pie y miró a su padre a los ojos, esos ojos verdes que se parecían tanto a los suyos, esperando que sólo fuera eso lo que había heredado de él.


–Pero dime, ¿En qué le beneficia a él que destrocen cosas de su propiedad?


Su padre cedió encogiéndose de hombros.


–Es un Alfonso.


–Además, te dije cuando acepté este trabajo que no iba a involucrarme en esta absurda disputa. Lo que pasó hace años no tiene nada que ver con Pedro, su madre, su hermano Federico o su hermana Carolina.


–¿Cómo puedes decir eso cuando sabes que Federico Alfonso quitó tierras a tu abuelo Alberto estafándole, además de robarle la mujer de su vida?


Paula había escuchado la historia muchas veces a lo largo de los años. Alberto Chaves estaba enamorado de Rosa Summers. Antes de ser enviado a combatir en la Segunda Guerra Mundial, pidió a su amigo Federico que cuidara de Rosa. En cambio, se enamoraron el uno del otro.


–Papá, si me sigues incomodando –prosiguió Paula–, tendré que dejarlo.


Su padre se puso tenso, y después relajó la expresión.


–Está bien, simplemente comprueba que las cosas van mejorando. He invertido demasiado en este proyecto.


–Si hay algún problema, se lo diré a tí y a tus socios.


A continuación oyó un revuelo fuera.


–Perdóname, papá.


Fue hasta la puerta, la abrió y vio un camión plataforma grande cargado con tablones que iba en camino. Así pues, habían tomado su advertencia en serio. Se serenó cuando el camión paró, la puerta del conductor se abrió y Pedro salió de un salto de la cabina para dirigirse hacia ella.


–Querías el pedido de tablones antes de las doce –comprobó su reloj–. Creo que nos han sobrado cinco minutos –le sonrió y le entregó la factura–. Ahora voy a comer.


Veinte minutos más tarde, Pedro subía por la escalera para entrar en su casa, una planta levantada encima del garaje en la parte de atrás de la vivienda de su madre. No tenía ninguna gana de comer. Lo cual le venía bien, ya que no tenía nada de comida allí. Últimamente no había tenido mucha oportunidad de comprar. Con la cantidad de horas que había estado echando en la obra no había tenido tiempo de hacer nada. Abrió la puerta del pequeño espacio que consideraba su hogar. Su hermano recién casado, Federico, se había mudado al rancho de la familia Alfonso seis meses antes. Debido a que todos sus fondos estaban destinados a su negocio y a esa obra, tener una casa propia tendría que esperar. La cocina y el salón eran un espacio único, donde había un sofá anaranjado y un sillón reclinable de cuero enfrente de su único capricho, una televisión de pantalla plana y un equipo de música. Había dos taburetes debajo del corto mostrador que hacía de mesa para comer. Un pequeño pasillo llevaba al baño y a la habitación, en la que sabía que tenía la cama sin hacer desde hacía semanas. Volvió a pensar en Paula. No llevaba ni dos días en el trabajo y ya le estaba dando problemas. ¿Cómo se suponía que ella iba a ayudar a la buena marcha del proyecto si no eran capaces de entenderse? ¿Por qué no le había consultado sobre el pedido de tablones? La verdad era que él la había puesto en evidencia. Pero olvidó el cargo de conciencia cuando puso las llaves en el mostrador y abrió la nevera. Dentro había un pack de seis cervezas y dos litros de leche caducada desde hacía una semana. La tiró por el fregadero y puso el envase vacío en la basura.


–Me parece que voy a cambiar de menú.


Abrió un cajón y sonrió al ver un paquete de sus galletitas preferidas. Sacó dos, rápidamente rasgó la envoltura de una y le dió un gran bocado. 

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