viernes, 17 de diciembre de 2021

Seducción: Capítulo 34

 —A ver si lo he entendido bien. ¿Ustedes tienen un hijo, juntos?


Los dos se volvieron a mirarla.


—¿Conocías a Leonardo? —preguntó Pedro.


—Claro —dijo ella sonriendo, encantada de ser una vez más el centro de atención, como, a su juicio, tenía que ser—. Lo conocí cuando estuvo aquí el año pasado.


Pedro abrió desmesuradamente los ojos.


—¿Leonardo estuvo aquí? ¿Para qué?


P.J. se encogió de hombros. 


—Más o menos por el mismo motivo que tú —dijo ella arqueando las cejas—. Quería comprar el rancho.


A Pedro la respuesta le pilló desprevenido. No tenía ni idea. Su hermano y él habían estado bastante unidos, no sólo en lo personal, sino también en lo profesional. Los dos dirigían el grupo inmobiliario que habían heredado de su padre. ¿Por qué habría ido Gino a Texas sin decírselo? No tenía ninguna lógica. A menos que su intención fuera hacer feliz a su madre, la misma que él.


—Sabes que murió hace poco en un accidente de avión, ¿No? — preguntó él tratando de contener el dolor que todavía sentía cada vez que hablaba del accidente.


—Sí, lo sé, y lo siento muchísimo —dijo P.J.—. Parecía un tipo estupendo. Aunque la que no me parecía tan estupenda era la mujer que lo acompañaba.


—¿Romina?


—Sí, creo que ése era su nombre —dijo P.J. con una mueca. Y después añadió, como si acabara de recordarlo—: De hecho, el otro día me llamó. Me dejó un mensaje en el contestador. Yo no volví a llamarla. Me decía que estaba en Dallas, y me dio la sensación de que me iba a pedir dinero.


—Seguramente tienes razón. Últimamente lo hace mucho —dijo Pedro mirándola con dureza, como si estuviera viendo algo nuevo en ella, algo que le hizo recapacitar—. Así que Leonardo no te convenció para venderle el rancho —dijo.


—Claro que no —PJ. alzó la barbilla y sus ojos verdes brillaron con firmeza—. No pienso vender el rancho. Nunca. Es mi herencia y mi legado. Es todo lo que tengo ahora que toda mi familia ha muerto.


Pedro entornó los ojos y estudió a la mujer en silencio, pero la llegada de la camarera con las bebidas interrumpió la conversación.


—Deberíamos buscarnos una mesa, cariño —le dijo P.J., arqueando una ceja.


—Oh, en esta mesa hay sitio de sobra —dijo él—. Comeremos aquí.


—¿Qué? —exclamaron los otros tres al unísono.


—¿Algún problema? —preguntó, mirándolos uno a uno, dejando bien claro en su mirada que no pensaba cambiar de actitud.


Los otros tres tuvieron que tirar la toalla. 


—No, claro que no.


—Bien, entonces —Pedro se encogió de hombros y miró a la camarera—. Para mí un whisky solo. ¿Y para tí? —miró a P.J.


Ésta pidió, pero Paula ya no estaba escuchando. La velada estaba empezando a ser incluso más surrealista que la del día anterior. Pidieron la cena y llegó el primer plato. Gustavo y P.J. parecían ser los únicos interesados en hablar, repasando las cosas que habían hecho la noche anterior y lo mucho que les había molestado que sus citas respectivas les hubieran dejado plantados. Sin embargo, a medida que continuaban hablando, su conversación se iba haciendo más personal e iban dejando a los otros dos fuera. A Paula no le importaba. Toda su atención estaba concentrada en el hombre sentado a su lado. Pedro estaba en silencio, muy serio, como si estuviera recapacitando sobre la vida y todas las cosas desagradables que podían ocurrir. 

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